Esta semana, las fuerzas de cohesión y expansión de Occidente se han manifestado con especial intensidad, y también distinción, en Europa y América. Si éstas se expresaran sólo mecánicamente podría decirse, con exageración evidente, que también han contribuido a la segregación de los gobiernos disfuncionales al núcleo liberal que las congrega.
En efecto, la ampliación de la Unión Europea tras la frontera conocida hace menos de una generación como la Cortina de Hierro, incorporando a 10 países a un nuevo régimen político (el de la democracia representativa a la vez nacional y comunitaria), económico (un mercado ampliado que se regirá por normas supranacionales) y de proyección externa (la incipiente política exterior y de seguridad común), constituye una verdadera revolución civilizatoria especialmente en Europa Central. En efecto, si descontamos Malta y Chipre en el Mediterráneo, los 8 países restantes han pasado, luego de una costosísima transición de algo más de una década, de un régimen totalitario regido desde Moscú a un régimen liberal comunitario que rige el orden desde Bruselas como complemento de las remanentes soberanías nacionales.
Las consecuencias geopolíticas de esta nueva unidad son inmensas. La proyección de Europa sobre Rusia y su periferia inmediata debe contribuir a atraerla antes que a separarla. La influencia de la Unión en el mundo musulmán deberá incrementarse primero sobre Turquía y, luego sobre los Balcanes al tiempo que se prolonga sobre los países norafricanos a través de lazos intermediterráneos. Y si bien, la relación transatlántica con Estados Unidos puede erosionarse aún más por las divisiones entre continentalistas y atlanticistas en Europa, la vocación pro-norteamericana de los incorporados tenderá a compensar ese desequilibrio. Las fuerzas de cohesión, sin embargo, tendrán, que ser ayudadas con sólidas políticas y costosas transferencias de recursos si no se desea atestiguar un fenómeno de sobre-extensión.
¿Quedará América Latina fuera de este círculo en expansión? Sí si se mira la concentración de los esfuerzos europeos de corto plazo que se canalizarán mediante un fuerte flujo de recursos hacia y desde Europa Central, el Báltico y el Mediterráneo. Pero no si atiende a los vínculos de integración ya tendidos por la Unión con México y Chile y los que procura tejer primero con el MERCOSUR (cuestión que debiera resolverse este año) y luego con la Comunidad Andina (sea tomada en conjunto, o como prefiere el Perú, a través de negociaciones bilaterales). En todo caso la influencia civilizatoria de Occidente en su periferia, de la que formamos parte, se incrementará.
A ello contribuirá fuertemente la intensificación de la relación de América Latina con Estados Unidos, especialmente a través de las relaciones comerciales y de seguridad. A pesar de que la negociación del ALCA ha perdido intensidad y ambición, el fuerte empuje de los acuerdos de libre comercio entre Estados Unidos y Centroamérica (a los que se suma República Dominicana y luego Panamá) y la decisión del representante comercial norteamericano (el USTR) de abrir negociaciones con Colombia, Perú, Ecuador y luego Bolivia, organiza un núcleo de cohesión interamericano muy intenso. Éste se agrega a dos escenarios preliminares: el NAFTA (que incluye a México y Canadá) y Chile. Tarde o temprano, el MERCOSUR se agregará a esta masa crítica occidental que, además tiene un pilar firme en el esquema de seguridad colectiva interamericana en proceso de revisión. El impulso organizador proveniente de estas fuerzas cohesionadoras ciertamente impactará positivamente en los términos de gobernabilidad interna de cada uno de nuestros países.
Lamentablemente, Cuba (o más bien, régimen castrista, insiste en quedar al margen de este gran movimiento colectivo). El otrora baluarte del internacionalismo comunista se convierte hoy en una fortaleza aislada cuyo gobernante no sólo se vanagloria de ello sino que lo hace de manera agravada al promover el deterioro de las muy débiles relaciones diplomáticas con sus vecinos. Insistiendo en cuestionar uno de los pilares de Occidente el respeto colectivo de los derechos humanos, el señor Castro ha considerado excesivo que la ONU se preocupe por lo que pasa en su país en esta materia. Y en consecuencia ha reaccionado agraviando, como es su costumbre, a México y Perú y perdiendo, especialmente en el caso mexicano, un lazo latinoamericano fundamental. Si bien estos son síntomas de la decadencia castrista, también lo son del alto precio que Castro desea que sus compatriotas paguen por una apertura del régimen que más temprano que tarde ocurrirá en la isla.
Cuando ello suceda, los integrantes menos desarrollados de Occidente ya habrán hecho suyas nuevas perspectivas de progreso y trabajarán para lograrlo.
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