La elección del embajador brasileño Roberto Azevedo como Director General de la OMC es un triunfo de la diplomacia brasileña antes que de la latinoamericana. Si, en todo caso, esa elección constituye un reconocimiento político a la importancia de América Latina, ello se debe a que la contienda se decidió entre dos candidatos latinoamericanos (el candidato alternativo principal fue el mexicano Herminio Blanco).
Pero esa atribución de gloria burocrática a una región en la que buena parte de sus miembros no cree en el libre comercio (ni tampoco lo practica plenamente) es menos importante que el compromiso de los candidatos brasileño y mexicano con el régimen de la OMC.
En efecto, el señor Azevedo fue representante de su país ante los organismos multilaterales establecidos en Ginebra (entre ellos, la OMC) y en las negociaciones de la Ronda Doha a las que prestó especial atención como representante de un país líder de uno de los grupos que dominaron la negociación. Éste, sin embargo, no pudo quebrar el entrampamiento con los desarrollados determinando que la ronda alcanzara sólo avances sectoriales que no satisfacen los “ambiciosos” objetivos establecidos al inicio de la misma.
De otro lado, el Sr. Blanco llevó a la contienda electoral unas impecables credenciales de compromiso con el libre comercio. Éstas fueron exhibidas en la negociación de acuerdos bilaterales. En efecto, el Sr. Blanco fue el principal negociador mexicano en el acuerdo NAFTA que contribuyó a la apertura del mercado mexicano luego de que ese país se adhiriera al GATT recién en 1986 como resultado de las reformas económicas que se realizaron en México luego de que la crisis de pagos de 1982 desatara la “década perdida” en el conjunto latinoamericano. Esas negociaciones se realizaron en paralelo con el tramo final de la negociación de la OMC.
Pero más allá de este precedente y de que el triunfo del Sr. Azevedo se lograra a pesar de la dispersión del voto regional, el hecho es que el nuevo Director General deberá agregar objetivos de mediano y largo plazo que vayan más allá de la impredecible culminación de la “ambiciosa” versión de la ronda Doha.
En efecto, ésta lleva una docena de años sin lograr consolidar la agenda que sus articuladores se habían planteado superando todos los récords de morosidad en un sistema internacional en que el libre comercio es dominante (aunque sometido a presiones proteccionistas). En claro contraste con las rondas GATT de Ginebra (1947), Annecy (1949), Torquay ( 1951), Ginebra (1955-1956), Dillon (1960-1962), Kennedy (1964-1967) y Tokyo (1973-1979) que se concentraron generalmente en asuntos de reducción arancelaria en plena Guerra Fría (la ronda Tokyo, con seis años de duración, fue la más larga) y en contraste también con la ronda Uruguay (1986 y 1993) que se tomó siete años para negociar el acuerdo de Marraquech que dio nacimiento a la OMC, la ronda Doha, que debía beneficiar principalmente a los países en desarrollo, ha superado todos los límites de la morosidad y de disenso en la era de la globalización.
El Sr. Azevedo sólo podría salvar este fracaso con una rápida conclusión de la ronda Doha consolidando sus logros parciales. Este es el escenario del “pequeño paquete” según la ONU. Estos objetivos limitados podrían tener alguna posibilidad de éxito si se logran con alguna rapidez (los más apresurados consideraban que ello debería lograrse este año antes de que se cierre la ventana de oportunidad correspondiente).
Alternativamente se ha considerado un resultado de “geometría variable” (una alusión a la realidad de la falta de consenso pero que también implica la voluntad de acuerdo para no entorpecer la marcha colectiva y de impedir más perjuicio).
Esta alternativa de apariencia razonable presenta, sin embargo, serios problemas según la ONU. Entre ellos sobresale la afectación de dos tipos de principios fundamentales de carácter sustantivo y procesal del régimen global de libre comercio. El primero, es el principios de no discriminación (el centro vital del régimen OMC) que sería afectado por obligaciones y derechos diferenciados en el más amplio ámbito. Y el segundo es el principio de “single undertaking” que se vería afectado por compromisos que sólo son aceptados por unos miembros del sistema y no por otros de manera, eventualmente, no simultánea y, en todo caso, opuesta a la universalidad de los compromisos.
A estas dificultades se agregan la prioridad que ha adquirido la negociación de dos acuerdos comerciales preferenciales: el acuerdo transatlántico (o Transatlantic Trade and Investment Partnership) que negociarán la Unión Europea y Estados Unidos y el acuerdo transpacífico (Acuerdo Estratégico de Asociación Transpacífico de Asociación Económica) que negocian países de Oceanía (Australia, Nueva Zelandia), de América del Sur (Perú, Chile), América del Norte (México, Estados unidos y Canadá), Noreste asiático (Japón) y Sureste asiático (Singapur, Viet Nam, Malasia y Brunei).
El acuerdo transatlántico asociará a las mayores entidades comerciales (la Unión Europea que representa, en conjunto, el 25.1% del PBI mundial y 17% del comercio global mientras que Estados Unidos es la primera economía nacional y segunda entidad económica (21.6% del PBI) y representa el 13.4% del comercio mundial). El acuerdo resultante (que involucrará al 46.7% del PBI global y 30.4% del comercio internacional), es percibido como un estímulo de gran impacto en economías de baja perfomance o deprimidas que articulan el centro de Occidente (15 millones de empleos, 2 mil millones de euros diarios en comercio e inversiones de 5 trillones de euros según el Instituto de Asuntos Internacionales y Europeos). A estos beneficios se agregan los estratégicos vinculados al reposicionamiento económico y los generados por intercambios del mayor valor agregado cuya dimensión tecnológica tendrá un impacto revolucionario en el sistema internacional si se negocia bien el acápite de servicios correspondiente.
Salvo por China y Rusia, de otro lado, el acuerdo transpacífico compromete a las mayores potencias comerciales de un área (la cuenca del Pacífico) que representa el 60% del PBI mundial y el 50% del comercio con un potencial de cubrir un mercado muy superior a la Unión Europea (The Economist), de convertirse en el pivote real de la Cuenca y, por tanto, de hacer realidad el acuerdo de libre comercio comprometido por APEC hacia el 2020. Según algunos estimados, el acuerdo agregaría 1.5% al PBI peruano y 1% a PBI chileno (sin tener a la vista aún sus impactos negativos).
Estos dos inmensos y potenciales acuerdos cambiarán el escenario de la OMC. Más aún frente a la evidencia de que los acuerdos de libre comercio han dejado de ser la excepción que los marginaba en el sistema GATT para convertirse en la norma en las negociaciones comerciales internacionales. Y si bien éstos complican la gestión eficiente del comercio internacional (tarea a cargo del nuevo Director General de la OMC), ciertamente contribuyen a la apertura de mercados (aunque de manera diferenciada) de una manera que la ronda Doha no podrá lograr (de 37 acuerdos de libre comercio vigentes en 1992 hoy existen más de 300).
Por lo demás, tales acuerdos son también una defensa contra el proteccionismo que sigue siendo considerado una amenaza menos por su registro reciente (el impulso proteccionista ha caído de un índice de 1.01% entre el 2008-2009 a 0.6% hoy en el G20 según la ONU) que por la sensación de que los países son hoy más políticamente vulnerables a la amenaza proteccionista.
Este complejo escenario de gestión se complica aún más por el cambio fundamental en los flujos del comercio global: mientras los países desarrollados se han mantenido por debajo de la tendencia del crecimiento del comercio global (que apenas apunta al 3.3% este año, bien por debajo del promedio de los últimos 20 años según el ex –Director General de la OMC, Pascal Lamy) en perfomance que refleja el declive su demanda, las importaciones de los países en desarrollo han incrementado su participación pasando a 50% en 2010 (desde 43% pocos años antes) revelando la creciente importancia de su mercado interno.
Y si en el período 1995-2010 los países desarrollados perdieron participación en el comercio cayendo de 69% a 55%, los países en desarrollo la ganaron pasando de 29% a 41% (el saldo de 4% no es explicado por la ONU). Ello revela dos cosas. Primero: un cambio cuasiestructural se ha producido últimamente en el comercio global como resultado de la alteración de la relación norte-sur y del incremento sustancial del comercio entre los países del sur. Segundo: ese cambio antecede a la crisis que lo ha intensificado.
Esta nueva realidad, que puede tener un impacto en las reglas de la OMC, en el tipo de participación de los países en desarrollo o emergentes (la elección del Sr. Azevedo es prueba de ello) y en la vinculación de éstos con el sistema económico internacional, tendrá también que ser gestionada por el representante brasileño de manera quizás desapegada de su origen latinoamericano.
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