Si la crisis económica ha desestabilizado el sistema internacional reduciendo más la disminuida capacidad ordenadora de las potencias mayores, el incremento de la conflictividad regional erosiona adicionalmente los fundamentos sistémicos. Es más, la fragilidad estructural es todavía mayor en tanto la capacidad estabilizadora de las potencias emergentes es aún insuficiente (y quizás disfuncional porque algunas de ellas desean apresurar el cambio del sistema).
Si el diagnóstico mediático no ha arribado aún a esa conclusión quizás se deba a que la conflictividad regional tiende a ser vista de manera aislada y en su propia especificidad antes que como una dinámica interactuante. De ese tipo de análisis escapa, por ejemplo, la vinculación entre la creciente fricción interestatal en el escenario reconocido como sede del mayor poder agregado mundial y centro geopolítico del siglo XXI (la denominada región Asia Pacífico) y la que se desarrolla, con intensidad renovada, en el escenario que alberga el conflicto regional más antiguo (el Medio Oriente).
En el primer caso, la conflictividad es de carácter convencional generada por el sustancial incremento de capacidades de China, del ámbito de su influencia y de su disposición estratégica; por la inseguridad que ésta crea en las potencias menores del área; y por la incertidumbre emergente sobre las garantías de seguridad que debe prestar allí Estados Unidos.
En el suereste asiático el carácter convencional del conflicto es aún más evidente en tanto la redistribución del poder en el área ocurre en un marco de disputas de soberanía y jurisdicción en el Mar del Sur de la China.
Si la preocupación allí es general entre los Estados directamente involucrados, los que lo están menos seguramente habrán tomado nota del potencial del conflicto si éste permea acuerdos de integración económica exitosa como el ASEAN. Esa entidad podría estar ingresando a una fase de fragmentación debido a la creciente divergencia de intereses geopolíticos entre sus miembros (The Economist).
Éstos (entre los que se encuentran los antiguamente denominados “tigres asiáticos”) han expresado sus desavenencias de acuerdo a tres tipos de interés: el relativo al área de controversia en el Mar del Sur de la China (donde los reclamos de soberanía y jurisdicción se relacionan con los derechos a explotar recursos pesqueros y de hidrocarburos), el vinculado al alineamiento con China (que divide a Indonesia, Filipinas, Tailandia y Viet Nam de Camboya y Myanmar) y el relativo a las asociaciones de seguridad establecidas por algunos de esos estados con Estados Unidos (al margen de Corea del Sur, los casos de Tailandia, Filipinas y Viet Nam).
Este escenario de conflictividad convencional contrasta con otro no convencional como el que se escenifica en Norte de África y el Medio Oriente. Allí (especialmente en primer ámbito) los procesos de democratización y de alteración fundamental de la naturaleza del Estado han resultado en casos de aún inestable viabilidad (el caso de Egipto), de inviabilidad latente (el caso de Libia) y en una guerra civil atroz de carácter secesionista que ha derivado en peligrosos desbordes y creciente intervención externa (el caso de Siria).
La anarquía, la proliferación de milicias, el aumento sustancial de compra de armas y de aprovisionamiento militar por canales irregulares en un escenario de rápida alteración geopolítica ha alterado intensamente el equilibrio regional de la zona. Ello no sólo complica el status del conflicto regional más antiguo (el palestino-israelí) sino que incrementa la rivalidad entre terceros con intereses en el área. En efecto, de manera gruesa, se confrontan allí intereses de Estados Unidos y de potencias europeas, Turquía, Egipto y Arabia Saudita con intereses estratégicos de Irán, Rusia y China generando varios tipos de alineamiento.
Ese escenario se complica aún más con un casus belli de concreción quizás no lejana derivado de la eventual adquisición de capacidad nuclear militar por Irán. Si el riesgo de una guerra con intervención directa de Israel y Estados Unidos es real, las consecuencias de esa fatalidad en el Golfo Pérsico no son hoy día perfectamente determinables.
Sin embargo, parece claro que, en el ámbito estratégico, esa deflagración superaría el ámbito regional tanto por la naturaleza de la acción bélica como por lo movilización de las coaliciones involucradas. Por lo demás, la incidencia del conflicto en el precio del petróleo incrementaría el impulso recesivo de las economía mayores trasmitiendo sus efectos nocivos al resto del mundo y debilitando, en consecuencia, aún más el sistema internacional.
Bien harían, en consecuencia, el Perú, los miembros de UNASUR y del sistema interamericano en reforzar sus capacidades políticas, económicas y de seguridad e intentar articular la coordinación entre Estados afines para contener el embate de un shock de esta naturaleza. La diplomacia declarativa, discursiva y de cumbres celebratorias es, en este contexto, disfuncional.
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