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Alejandro Deustua

La Dimensión de Seguridad se la Política Exterior Norteamericana

Si en la toma de posesión del cargo el Presidente Barack Obama estableció los parámetros generales de su política exterior y la Secretaria de Estado, Hillary Clinton lo hizo en las audiencias ante el Senado, el Vicepresidente Joseph Biden acaba de concretar, en la Conferencia de Seguridad de Munich, los grandes rubros de la misma en materia de seguridad.


Aunque en esta oportunidad la presentación destacó lo novedoso, ello no dejó de sustentarse en sólidos fundamentos de continuidad.


Una de las primeras innovaciones implícitas fue la del rol del Vicepresidente como vocero ad hoc de la política exterior de Estados Unidos. Luego de los nombramientos de Richard Holbrooke y George Mitchell como responsables de la ejecución de los intereses norteamericanos en Afganistán/Pakistán y el Medio Oriente, respectivamente, ese rol no sorprende. Así, el Vicepresidente Biden, un miembro destacado del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, bien podría haber consolidado un modus operandi del Departamento de Estado más allá del reposicionamiento del Servicio Exterior. Este ya es un indicador importante del carácter de la diplomacia norteamericana bajo la nueva administración.


A este mecanismo innovador del mecanismo decisorio externo (que, ciertamente, tiene antecedentes) ha seguido otro de formato retórico pero de impacto real: el señor Biden ha asegurado que la primera potencia desea imprimir un nuevo tono a su política de seguridad. En contraste con el de su predecesor, éste sería más consensual y menos desafiante (al respecto, sin embargo, debe recordarse que el tono buscado por el Presidente Bush quiso ser “humilde” hasta que el 11 de setiembre marcó la variación hacia el reclamo de adhesión incondicional en la respuesta norteamericana a la agresión).


En todo caso, la renovada disposición al diálogo y a la consulta se sustenta tanto en la convicción sobre la conveniencia de ese medio como en el carácter de las amenazas que se deberá confrontar: en momentos de “preocupación y peligro” para la comunidad internacional, la dimensión de la crisis económica y de los desafíos transnacionales Estados Unidos propone cooperación no por comodidad sino por necesidad.


En este punto, el señor Biden ha insistido en un lugar común: la seguridad física es inseparable de la seguridad económica, un activo vital para todos los convocados a Munich especialmente en circunstancias de crisis sistémica.


Aunque este argumento podría haber sido asumido por la administración anterior (como por cualquier otra), es acá donde el señor Biden debió haber mencionado el carácter interdependiente del escenario (el enfoque patrocinado por la Secretaria de Estado). Sin embargo, no lo hizo postergando la consistencia del mismo.


Es posible que ello se haya debido menos a diferencias conceptuales que al hecho de que la seguridad, motivo de la conferencia, admite menos esta aproximación estratégica que la economía. Pero si la seguridad ya se había definido como también económica, esta omisión puede implicar que el enfoque de la interdependencia no está aún debidamente calibrado.


Ello a pesar de que el recuento de las nuevas fuerzas que “moldearán el siglo XXI” (la proliferación de armas de destrucción masiva, la brecha entre ricos y pobres, la multiplicación de Estados fallido y de rivalidades étnicas y los fundamentalismos radicales) fue presentado en el marco de la complejidad (una característica elemental de la interdependencia).


Por lo demás, la desagregación de esa fenomenología no sólo no es nueva (el Departamento de Defensa la oficializó por lo menos desde el 2004) sino que es propia del tipo de nueva problemática que el enfoque señalado privilegia.


A partir de este punto, la novedad dejó de ser una sorpresa. En consecuencia, el elemento de continuidad se instaló en la agenda en un par acápites esenciales. Así, por ejemplo, el Vicepresidente aseguró que, a pesar de Estados Unidos privilegiaría la cooperación hasta donde se pudiera, no depondría su disposición a actuar singularmente cuando se requiera. Y también dejó en claro que Estados Unidos no sólo no actuaría al margen de sus principios sino que los defendería como cuestión de Estado aunque respetando los intereses de los demás. En este punto, importa destacar las seguridades brindadas sobre la cancelación de las intervenciones “preemtivas” (de “preemptive”) como diferente de las preventivas. Si bien éstas últimas se anticipan a la emergencia de crisis, neutralizándolas, no parece ser que Estados Unidos no intervendrá militarmente frente a una agresión inminente o amenaza letal creciente. Y si es verdad que insistió en la importancia de las alianzas y de los regímenes internacionales, no se enfatizó explícitamente el privilegio del multilalteralismo. Por lo demás, esta posición estuvo basada en una exigencia tradicional: la necesidad de que el esfuerzo colectivo de seguridad (es decir, la seguridad colectiva) sea eficiente y no sólo normativo (el caso de la OTAN en Afganistán, por ejemplo).


En este punto, que dio lugar a la definición de la relación de seguridad con Rusia, el enfoque interdependentista dejó todo afán idealista: Estados Unidos no sólo no reconocerá zonas de influencia rusas, sino que tampoco abandonará sus proyectos de despliegue de sistemas de misiles defensivos contra la amenaza iraní. Este último objetivo, sin embargo, estuvo condicionado por la sostenibilidad tecnológica y económica de ese sistema de armas (una confesión de que éste aún carece plenamente de la misma o una puerta de salida) al tiempo que aseguró que al respecto se dialogaría con Rusia. Por lo demás, no se hizo referencia alguna a la expansión de la OTAN (y menos a la de los Estados pertenecientes a la negada zona de influencia rusa). Ello indica que estamos frente a una nueva versión, aunque aún no precisada, de equilibrio del poder.


Este viraje realista en relación a la posición de la administración Bush fue bien recibido por el representante ruso quien, si bien ambientó su intervención en su preferencia multilateral, la focalizó en la necesidad de renovar los regímenes de control de armamentos balísticos y nucleares. Un interés coincidente ruso-norteamericano parece haberse consolidado en Munich (aunque sólo ése, pues Rusia ha pasado a la etapa de denegar bases a Estados Unidos en territorios de la ex -URSS).


Con anticipación a ese escenario de seguridad tradicional y a la prioridad sobre Afganistán, Pakistán Irak y del Medio Oriente (donde habrá mayor participación árabe), el Vicepresidente Biden señaló con mayor especificidad los desafíos que plantean los problemas de los países en desarrollo.


Aunque la condicionalidad de los programas del Presidente Bush no fue mencionada, la especificación del caso no es del todo novedosa tampoco. Así, Estados Unidos se propone contribuir a reducir la pobreza a la mitad hacia el 2015, mejorar considerablemente la cobertura de educación en los países en desarrollo, cancelar la deuda de los países más pobres, atender la emergencia alimentaria y promover la democracia a través de la sociedad civil.


Si, salvo por este último elemento tradicional, las propuestas se pueden contextualizar bien en los Objetivos del Milenio, la dimensión estratégica de los países pobres debiera tener en la ONU el foro adecuado para su trato.

Aunque el escenario estratégico esté cambiando, es fundamental para Occidente que Estados Unidos haya renovado su indispensable vinculación transatlántica y que el primer gran mensaje de política exterior fuera del territorio de la primera potencia se haya producido en el corazón de Europa. Ninguna crisis económica o alteración estratégica disminuirá la primacía de Occidente como escenario y fundamento de la política exterior norteamericana. La cuestión es ahora, dónde queda los aliados norteamericanos de Asia y América Latina.



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