Desde que Corea del Norte escaló su programa misilero en diciembre pasado como complemento de su programa nuclear (obligando, en enero, al Consejo de Seguridad a ampliar las sanciones a esa potencia hostil), el escenario del Mar de China del Este se ha ido deteriorando. El punto culminante de esa erosión fue la amenaza explícita que esa potencia totalitaria planteara a los Estados Unidos en octubre pasado.
Dado que las conversaciones para contener el programa nuclear norcoreano (el P-6) no se han relanzado, era previsible que el escenario siguiera un curso de inestabilidad y que el agente desestabilizador se singularizara en Corea del Norte.
Pero he aquí que la China, una potencia cuya acción externa sigue la proclama de la “emergencia pacífica”, ha tomado la posta con la proclamación unilateral de una zona de identificación de defensa aérea (ADIZ en inglés) que incluye zonas ya establecidas por Japón y Corea.
Esta zona no pretende brindar servicios de seguridad al tráfico aéreo (como ocurre con las zonas FIR como producto de un servicio global ordenado por la OACI) sino realizar actos de pretensión soberana sobre territorios marítimos reclamados por Japón y Corea incluyendo las islas Senkaku-Diaoyu (que China disputa a Japón) y la isla Iodo (Corea del Sur).
Estos actos (que incluyen la imposición a cualquier tipo de aeronave la obligación de reportar posición y de seguir instrucciones chinas en la zona bajo pena de sufrir algún tipo no establecido de conminación militar) violentan el orden del espacio aéreo en la zona, burlan el reclamo de los vecinos y cuestionan la libertad de navegación aérea.
Esta ofensiva unilateral china no es sólo jurídica ni su dimensión de seguridad se restringe a las respuestas que Japón y Corea del Sur puedan realizar. Estados Unidos, que es un aliado de Japón, está obligado a concurrir a la defensa de este último si territorios bajo administración japonesa son amenzados según el Tratado de Seguridad y Cooperación norteamericano-japonés de 1960.
Por lo pronto, aviones japoneses han sobrevolado la zona en cuestión sin reportar nada a China y lo mismo han hecho un par de B52 norteamericanos (sin que Estados Unidos haya explicado si lo hace en defensa de Japón o del principio de la libre navegación aérea). Y Corea del Sur ha anunciado que expandirá su propia zona de defensa aérea.
Una alternativa de distensión se espera de la visita del Vicepresidente norteamericano Joseph Biden (que fue programada con anterioridad al incidente). Éste se entrevistará con las autoridades de los tres países en un recorrido de seis días por la zona.
El fundamento del viaje se basa en el interés nacional norteamericano en el Noreste del Asia en tanto esta área y sus integrantes son parte fundamental de su estrategia de “viraje” hacia ese continente. La intención conocida es invocar a las partes al desescalamiento de la tensión a la luz de las negociaciones del acuerdo transpacífico (en las que participa Japón), de la nueva relación de competencia-cooperación bilateral y global establecida con la potencia emergente (China), de la necesidad de confrontar la amenaza norcoreana y de fortalecer el acuerdo de libre comercio suscrito con Corea del Sur.
Alrededor de estos asuntos gira la diplomacia norteamericana pero no necesariamente su posición militar. Ésta está hoy limitada por los efectos de la crisis económica, por las dificultades que presentan los problemas de seguridad en el Medio Oriente y una extendida percepción de erosión del poder y del liderazgo norteamericanos en un escenario donde los competidores potenciales surgen de manera plural y heterogénea. Por contraste, la libertad de acción china parece estar limitada menos por su proyección global (a pesar de que ésta va claramente acompañada por el incremento de su poder militar) que por la resistencia que ofrezcan sus interlocutores intra-regionales o vecinales.
En efecto, fuera del Asia esa resistencia es todavía nula en el África y casi nula en América Latina (donde ya ha reemplazo a Estados Unidos como principal importador de bienes peruanos, chilenos y brasileños, por citar un ejemplo). La resistencia parece mayor en el área de influencia china donde su centralidad económica, sin embargo, disminuye la dimensión estratégica de esa oposición.
Es más, como esa emergencia va acompañada de reformas económicas que son estimuladas por potencias eventualmente rivales (como Estados Unidos), su dimensión nacionalista es menos criticada. Así, el incremento del poder naval chino –que ya es uno de aguas profundas- es una preocupación general aunque siempre tamizado por la oportunidad que ofrece el desarrollo del mercado chino.
Eso ofrece al nacionalismo chino y al poder que organiza ese Estado una sensación de impunidad en los ámbitos de incremento de capacidades y de las interacciones. Una de las formas de probar los límites de su relativa libertad de acción es esta forma unilateral de ejercer el poder a costa de sus vecinos marítimos.
Al respecto algunos sostienen que teniendo en cuenta el universo de oportunidades económicas que ofrece el relacionamiento con China, el problema de las islas Senaku-Diaoyu debe minimizarse de cualquier forma.
Esa propuesta es irresponsable e inconveniente porque esas islas están en el centro de la problemática marítima del Mar del Este de China que es un núcleo geoeconómico mayor de la cuenca del Pacífico.
Y dado que no hay solución de continuidad entre ese escenario y el Mar del Sur de la China, escenario donde casi todos los integrantes del sudeste asiático mantienen reclamos de soberanía marítima con China (que involucran la plataforma marítima, la columna de agua y un variedad de islas), un conflicto en el Este puede derivar fácilmente hacia el Sur.
La justificación china sobre las islas Senkaku/Diaoyu se basa en un reclamo histórico sobre éstas que fueron tomadas por Japón en la primera parte del siglo XX. China sostiene que al final de la guerra sino-japonesa las islas no fueron mencionadas en la cesión de territorios que hizo a Japón (que incluyó a Taiwán, entonces Formosa). En consecuencia, las islas nunca fueron entregadas. Japón sostiene que sí.
Es más, cuando Japón devolvió los territorios conquistados en la primera mitad del siglo XX, las islas (como parte de las islas Ryukyu), quedaron bajo la administración norteamericana (junto con el resto de Japón). Y cuando Japón suscribió el Tratado de San Francisco (1951) y devolvió más tarde sus posesiones insulares (el Tratado de Reversión de 1971), las islas en cuestión no fueron mencionadas (a diferencia de las demás) al punto de que éstas siguieron siendo administradas como parte de Okinawa (CFR).
China sostiene que esas islas no sólo no se cedieron a Japón al fin de la guerra sino-japonesa sino que fueron expresamente reclamadas tanto por la administración del gobierno de Chiang Kai schek como por el gobierno de la República Popular. Es más, éstas habrían sido incluidas tanto en la señalización unilateral del espacio marítimo chino por el gobierno del Kuomitang como por la corrección posterior realizada a esa señalización por el gobierno Partido Comunista. Esta situación fue en apariencia normada por la ley del mar territorial chino de 1992 (CFR).
Esta controversia no desea ser resuelta por China en órganos multilaterales (como la Corte Internacional de Justicia). En los contenciosos del Mar del Sur de la China su política es la del trato bilateral (aunque haya aceptado discutir asuntos de seguridad vinculados en un foro establecido con la ASEAN).
Si esa posición no lleva a la negociación, sí conduce a la arbitrariedad. Y si ésta no es atajada adecuadamente la fricción consecuente es un riesgo mayor en una zona que, sin contar el aporte económico ruso, tiene una economía del tamaño de la norteamericana, quintuplica el PBI del sureste asiático, congrega el 91% del comercio intrarregional del Noreste asiático y aporta a la OECD a sus dos únicos miembros asiáticos (Japón y Corea del Sur) (contexo.org).
Entonces si la fricción deriva en conflicto se entenderá que el daño a la economía mundial sería mayor. Mucho peor aún si el conflicto en esa zona se desborda hacia el Sur (un escenario probable).
En ese caso, los intereses del Perú se verán seriamente afectados por la importancia del mercado asiático para las exportaciones peruanas y por la seria complicación de un escenario principal de inserción y de sus mecanismos correspondientes (la Alianza del Pacífico, el acuerdo transpacífico y la APEC).
En consecuencia la preocupación del Perú debe ser expresada y alguna propuesta de solución pacífica de controversias debe ser planteada tanto nacionalmente como en el ámbito de la Alianza del Pacífico.
En el proceso, se debe contribuir a innovar, aunque fuera sólo nominalmente, el escenario de la cuenca del Pacífico en tanto se comprueba que el paraíso económico asiático es un ámbito donde la realidad del Estado predomina y donde la fricción regional se expresa crecientemente en términos de poder (como siempre ha ocurrido). El escenario de América-Pacífico debe ser alumbrado.
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