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Alejandro Deustua

La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños: Una Intuición Reiterada

Desde que en 1948 el Consejo Económico y Social de la ONU creó la CEPAL (junto con otros organismos regionales), América Latina ha intentado consolidar una identidad política y económicamente eficaz. Pese a los múltiples esfuerzos realizados y el considerable número de entidades creadas, esa meta no ha llegado aún a buen puerto. Hoy, sin embargo, el Grupo de Río pretende acoderar ese proyecto de una vez por todas mediante la súbita creación de una Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños organizándola a través de una agenda extraordinariamente genérica pero aparentemente “cómoda” para las partes.


En efecto, el incipiente formato con que se presenta la “Comunidad” tiene la virtud de recoger los tópicos que han ocupado el ejercicio más o menos reciente del Grupo de Río y de otras instancias regionales sin priorizar ninguno de ellos ni establecer un modus operandi comprometedor. Difícilmente, por tanto, algún Estado pueda oponerse a loa vagos contenidos de la entidad naciente en tanto se ha obviado la definición concreta de sus objetivos, el tipo de inserción global que se desea y el rol que se pretende. Y nadie se apartará de ese ejercicio constitutivo mientras los principios invocados sean universalmente tradicionales (igualdad jurídica, no uso de la fuerza, derechos humanos, etc.) y regionalmente convencionales (solidaridad, complementariedad, igualdad de oportunidades, etc.) al tiempo que los propósitos son parte de la práctica y la retórica diplomática del área (integración, concertación, cooperación, etc.). Lo que la Declaración no contiene es referencia alguna a la diversa y muchas veces contrapuesta aproximación de los Estados latinoamericanos y caribeños a esos principios y propósitos que cuestionan, en la práctica, la “Comunidad” que se crea.

En efecto los fundamentos ideológicos y políticos de lo hoy se entiende por “democracia” en el área son bien distintos en muchos Estados a los postulados uniformes de la democracia representativa suscritos hemisférica y subregionalmente. Lo mismo ocurre con el término “integración” en tanto existen Estados que cuestionan abiertamente los principios del libre comercio y hasta los que definen el trato preferencial. Y otro tanto sucede con principios como “no intervención” que, en muchos casos, confrontan en el área los términos de la soberanía relativa contemporánea proponiendo, en cambio, los de la soberanía absoluta.


La Declaración del Grupo de Río que crea la “Comunidad” en cuestión pretende escamotear estas diferencias sustanciales replanteando, a manera de principio legitimador, el de la “diversidad”. Pero si este común denominador encarna, como es evidente, intereses no convergentes, entonces el Grupo de Río no hace sino autoengañarse a través de una nueva coartada regimental que difiere de la realidad emergente y contenciosa de un nuevo balance de poder en el área fuertemente influido por ideologías, a su vez, confrontacionales.


Por lo demás, como el principio de respeto a la “diversidad” es para algunos menos un reconocimiento de la heterogeneidad en búsqueda de un mismo propósito que un instrumento “antiimperialista”, la “Comunidad” que el Grupo de Río pretende crear tendrá un sesgo antinorteamericano y antihemsiférico que fortalecerá a los Estados que pretenden instalar un nuevo orden antiliberal en la región.


Para otros en cambio, la “Comunidad” servirá como escenario de influencia de potencias emergentes en su tránsito del ámbito regional al global o como factor diversificador de la extraordinaria influencia norteamericana en ciertos vecinos de los Estados Unidos.


Para los Estados liberales del área, en cambio, la “Comunidad” tiene utilidad menos clara. Ésta puede servir como instrumento de conciliación motivada por razones geopolíticas elementales (ningún Estado liberal podrá dejar de participar en una organización regional si no desea que su apertura global sea contrarrestada por su aislamiento regional) y también reactivas (el foro puede ser un nuevo escenario donde se matice la lucha por el poder en el área).


Frente a tal dispersión de intereses derivados de principios nominalmente comunes el argumento que justifica el principio de la “diversidad” (el fortalecimiento de la identidad regional en un marco “plural”) es claramente insatisfactorio si éste pretende definir la identidad regional. En efecto, ningún Estado en la región se autopercibe como “no latinoamericano” (o no “caribeño” en el caso de los caribeños). Ni siquiera los más proeuropeos o pronorteamericanos, tan fácilmente reconocibles en el pasado, dejan de tener en claro hoy la impronta y condicionamiento regionales en sus políticas internas y su conducta internacional.


E insatisfactoria también es la aplicación práctica del principio de “diversidad” porque su potencial cohesivo se diluye al expresarse de manera políticamente divergente. Esta realidad ha pretendido ser escamoteada en Cancún apelando a la arenga regionalista y a la superioridad ética de una fraternidad sui generis que ha caracterizado por años la conducta de los Estados en la región.


En esta perspectiva, además, el Grupo de Río ha asumido una definición de región que por años no ha podido consolidar. Sus cuestionables premisas no han explicado siquiera en la necesidad de organizar el “espacio común” para competir con otros espacios regionales (como el asiático) que nos aventaja sin necesidad de revestirse de cuestionables plataformas comunitarias. Ese elemento diferenciador y competitivo ha sido obviado mientras que se ha planteado a la creación de ese “espacio” intraregional como si antes no hubiera ocurrido.


Al respecto el Grupo de Río sólo se ha referido al patrimonio institucional del área sin establecer qué es lo quiere evitar de la insatisfactoria experiencia regimental latinoamericana (que va desde la creación de la ALALC en 1960 hasta la de UNASUR en el 2008) para tener éxito en el futuro.


Bien haría en consecuencia el proceso que crea la “Comunidad” en reconocer esta historia de insuficiencias que van desde el fracaso el la organización de un zona de libre comercio latinoamericana –aunque el comercio intraregional ha crecido fuertemente y se ha liberalizado parcialmente- hasta la opacidad del SELA y la frustración de la evolución de la Comunidad Andina.


Al hacerlo no debiera olvidar que ciertas propuestas vilipendiadas –como la del ALCA- plantearon, con plena participación latinoamericana y caribeña, la progresiva convergencia de los esquemas de integración subregionales (es decir, la consolidación previa del “espacio común”), como forma de aproximación previa a la constitución de un área de libre comercio interamericana. Y que la degradación del sistema intermericano se ha debido tanto a la influencia abrumadora de una superpotencia como a la indisposición de los Estados latinoamericanos a aplicar los principios que ellos han suscrito.


A América Latina no le sobra capital político para autodefinirse por principios comunes y plantearse objetivos concretos frente a específicos competidores extraregionales en un marco de comprobada globalización, de reorganización de balance de poder y cambio del sistema internacional. Los Estados comprometidos con la nueva “Comunidad” tiene la responsabilidad de no seguir desperdiciando ese capital.



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