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  • Alejandro Deustua

La Amenaza Norcoreana y las Flexibilidades del Presidente Trump

La cuenca del Pacífico, generadora de inestabilidad sistémica, ha entrado en una nueva fase. Si su inestabilidad subyacente se define por el desafío estructural chino en el sistema internacional, la actual y nueva fase, siendo interactiva, ha producido el escalamiento de la amenaza nuclear de Corea del Norte del ámbito regional al global. Ello ha ocurrido tanto por el incremento de las capacidades de esa potencia como por su facilidad para incorporar militarmente a la única superpotencia.


Es posible que esta amenaza se haya actualizado por la adopción norteamericana de una posición de fuerza que ha abandonado, sólo en apariencia, una disposición dialogante y dejado atrás definitivamente la ineficaz doctrina de “paciencia estratégica” del expresidente Obama.


Pero sólo se actualiza lo que está latente o en evolución. Y en evolución ha estado la muy real amenaza norcoreana mientras Occidente mantenía la ilusión de que podía lograr la reversión definitiva del programa nuclear que la causa. Este proceso ha sido corto pero potente.


En efecto, éste se inició con el fracaso en el 2003 del Acuerdo Marco suscrito entre Estados Unidos y Corea del Norte sobre suspensión de la construcción de reactores nucleares en 1994, el reconocimiento norcoreano en 2002 de que había avanzado en su programa de enriquecimiento de uranio, la posterior denuncia por esa potencia del Tratado de No Proliferación y la reactivación de un reactor nuclear prohibido.


A este fracaso siguieron las “conversaciones de los seis” (Corea del Norte y del Sur, Estados Unidos, China, Japón y Rusia) que, entre el 2003 y 2009, procuraron cancelar la actividad de instalaciones nucleares en la península. A cambio de la esperanza de anular la cada vez más potente capacidad nuclear de Corea del Norte, ésta recibiría asistencia económica y energética y cooperación en otras áreas con la participación de la Agencia Internacional de Energía Atómica. El resultado fue la constatación por los “seis” de la gran evolución misilera norcoreana y la realización de pruebas nucleares que recientemente incluyeron la bomba de hidrógeno.


En respuesta a la prosecución de esos ensayos (cuya expectativa de lograr blancos en el centro norteamericano en el largo plazo está bien fundada), el presidente Trump envió una “armada” al Mar del Japón pero sin tener claro qué hacer después (“todas las opciones están sobre la mesa” se dice).


Mientras tanto las alternativas diplomáticas se construye paralelamente: China desea reiniciar el diálogo de los “seis” y, a juzgar por los resultados de un encuentro entre el presidente Putin y el Primer Ministro Abe, Rusia y Japón también. Y ahora el presidente Trump consideraría una alternativa bilateral.


Además Estados Unidos, de forma sensata y apresurada, busca reactivar sus alianzas militares en el sureste asiático. Este escenario habría quedaría comprometido, si bajo las actuales circunstancias, sus aliados son obligados a pagar adicionalmente por la protección norteamericana conforme el señor Trump prometió en la campaña.


Como muestra de ese apresuramiento, que bordea la imprudencia, el presidente Trump acaba de invitar al presidente de Filipinas a que visite la Casa Blanca. Y también ha anunciado que estaría “honrado” de entrevistarse, eventualmente, con el señor Kim Jong-un.


Todo esto parece más práctico que realista teniendo en cuenta que, luego de insultar a representantes y autoridades norteamericanas, el presidente filipino anunció que se alinearía con China mientras proseguía su muy particular política de orden interno: estimular a la población para que se deshaga ella misma, mediante la violencia, de narcotraficantes y otro tipo delincuentes.


Este pragmatismo desprovisto del más básico fundamento de principios humanitarios y estatales, dicen mucho de la flexibilidad del presidente Trump (antes tan seguro del poder unilateral norteamericano), de su necesidad de aliados (en el caso filipino la alianza data de los años 50 del siglo pasado pero ha sido actualizada el 2016) y de facilidades militares en el estratégico achipiélago. Al respecto surge un problema adicional: esas facilidades se contrataron con la amenaza soviética primero y china después. Y teniendo en mente hoy la decisión de esa gran potencia asiática de no hacer concesiones sobre sus demandas marítimas en localidades que Filipinas también reclama.


Ello no obstante, si la aproximación con Filipinas funciona Estados Unidos se aseguraría que la alianza con Singapur (vital para el comercio y para Occidente) y con Taiwán no presenten vulnerabilidades como conjunto.


En ese marco, la aparentemente desordenada misión naval encomendada al grupo de tarea que encabeza el portaviones Carl Vinson no perdió su tiempo cuando merodeaba Australia en lugar de dirigirse a las aguas vecinas de la península coreana. En Australia (una mediana potencia oceánica de gran dependencia comercial china) la flota norteamericana pudo aprovechar la ocasión para brindar garantías de seguridad a una alianza militar que, como todas las norteamericanas, también fue puesta en riesgo por la irresponsable diatriba del candidato Trump.


Con posterioridad esa flota contribuyó a consolidar el compromiso de defensa con Japón mediante maniobras que precedieron a las que luego se realizaron también en Corea del Sur mientras los coreanos del norte realizaban masivas prácticas de artillería.


La reactivación de las alianzas navales norteamericana en el Asia del Este renueva el posicionamiento norteamericano en la zona como garante del balance de poder en el área (aunque, a pesar del incremento del presupuesto militar, puede hoy no desempeñar bien ese rol). En este caso, el destinatario del mensaje no es sólo Corea del Norte sino China.


Como se sabe, China es el eje principal de la diplomacia norteamericana en el este asiático y, específicamente, en relación a Corea del Norte. Al respecto, el presidente Trump ha mostrado otra flexibilización estratégica: en la medida en que China coopere eficazmente a contener la amenaza norcoreana no será considerada, de momento, como “manipuladora monetaria” como lo había prometido también el candidato Trump.


Pero ¿cómo se mide la eficacia de la acción china en tanto esa potencia indica que, contrariamente a lo que se asume, ya no puede determinar la conducta de Corea del Norte? (Kissinger sostiene que, efectivamente, la complejidad norcoreana puede ser superior a la capacidad china).


Es de conocimiento general, sin embargo, que si Corea del Norte puede aspirar a ser una potencia nuclear, ciertamente está lejos de ser una potencia económica. No sólo no lo es sino que es incapaz de alimentar a su población. Y si la inmensa mayor parte de los ingresos legales norcoreanos provienen de sus exportaciones a China (más del 80%) y ésta la provee con 90% de la energía eléctrica (Bloomberg), ¿no tiene China acaso un poder por lo menos condicionante sobre su militarizado vecino? Si la respuesta es afirmativa –como lo es-, entonces China forma parte de los dos lados de la mesa (el de “los seis” y el de Corea del Norte). Tal anomalía podría ser si no se acercara tanto a la línea del chantaje.


Finalmente está la última flexible evolución del presidente Trump: el líder norcoreano no sólo no es irracional sino que puede ser atraído a una negociación bilateral es la implicancia de su reciente elogio de Kim-Jong un. Súbitamente la alternativa de los “seis” podría ser reemplazada por una negociación bilateral. Bajo esas condiciones la reversión de la capacidad nuclear norcoreana como ilusorio objetivo podría ser reemplazada por el reconocimiento de un cierto status nuclear entre las potencias sistémicas.


Si esta es la realidad, la amenaza podría ser controlada mediante disuasión antes que por una improbable reversión. La no proliferación de armas nucleares podría limitarse entonces a las potencias que carecen de ellas o las desarrollan aún en una fase incipiente. Una vez cruzado el umbral que Corea del Norte podría haber atravesado ya no habría marcha atrás bajo esta última perspectiva.


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