Cuando en noviembre se constituyó en Cuzco, sin demasiado fundamento, la Comunidad Suramericana de Naciones, el espíritu regionalista de los suramericanos osciló entre la evocación europea (el modelo de la UE), la reivindicación bolivariana y la más pragmática recuperación de las bases originales de la integración regional. Hoy, sin embargo, esa cota emocional parece diluida entre el entusiasmo y el temor a la inminente conclusión del TLC con Estados Unidos.
Si el sentimiento nacional en la materia fuera adecuadamente entendido por los medios y mejor orientado por los gobiernos, la aparente dicotomía entre la integración con la primera potencia o con Suramérica habría sido resuelta por la evidencia: los andinos tendremos un eje de integración económicamente comandante en el TLC y uno menos intenso en la región. La dimensión económica de éste último tendrá que se reforzada por el desarrollo infraestructural (IIRSA) y una mayor cooperación política y social. Más por la vía del bilateralismo comercial que por el negociación subregional (o de bloque) estaremos acercándonos a una integración hemisférica con diferente normativa incial que tendrá que ser o estandarizada en el futuro o redefinida para el acápite suramericano del esquema.
Es más, esta visión amplia de la integración regional (el Hemisferio y no sólo Suramérica) será fuertemente estimulada por los futuros acuerdos de la CAN y del MERCOSUR con la Unión Europea. Nuestra integración –un grado más elaborado de la simple inserción externa- será entonces con Occidente.
Si la versión bolivariana de Suramérica se dará de bruces con esa realidad, bien harían nuestros políticos en reconocer ese hecho en lugar de recrear fantasías de las que ellos mismos se alejaron desde que concurrieron por iniciativa propia a una cumbre presidencial que comprometió el ALCA en 1994. Esa versión de la integración se debería haber conformado gradualmente partiendo de la convergencia de los procesos de integración subregional existentes. Aunque el ALCA como entidad no ha avanazado, procesos heterogéneos la están formando sin embargo. La denominada Comunidad Suramericana de Naciones es uno de ellos. Y ésta está bastante lejos de lo que los promotores originales de la integración latinoamericana plantearon.
En efecto, cuando Raúl Prebisch y sus seguidores cepalinos proyectaron la integración regional en los años 50 del siglo pasado lo hicieron como un escenario complementario al nacional necesario para el mejor funcionamiento del modelo de sustitución de importaciones. Mediante el mercado de escala las economías nacionales deberían poder exportar más con más valor agregado, mejorar los términos del intercambio, propiciar el desarrollo y reducir la dependencia de los centros económicos. Con estas premisas se constituyó la ALALC en 1960 que la crisis económica de la década de los 70, la reforma liberal, la crisis de la deuda y los escasos compromisos nacionales, se encargaron de hacer fracasar.
Antes de que se llegara a ese punto de inflexión, los países andinos (incluyendo Chile pero no Venezuela), disconformes con la morosidad de la ALALC y con la concentración de los beneficios en las economías mayores (Argentina, Brasil y México) crearon el Acuerdo de Cartagena en 1969. El Grupo Andino intensificó el modelo de sustitución de importaciones, rigidizó la asignación de recursos y consolidó el “dirigismo” (especialmente en la industria petroquímica, el automotor y la agricultura) con el propósito oficial de apurar el “desarrollo equilibrado y armónico” de sus miembros y el propósito oficioso de cohesionar una entidad geopolítica con mayor valor propio.
El Grupo Andino planteó un escenario fudamentalmente endógeno y reglamentó rígidamente la inversión extranjera. Pero propició las exportaciones y los vínculos políticos con Suramérica, el Tercer Mundo y el mundo desarrollado, estableció un real trato diferenciado entre sus miembros de acuerdo a sus diferentes niveles de desarrollo y promovió la integración física. La identidad andina se estimuló como más intensidad que la latinoamericana La ineficiencia, la falta de resultados y especialmente la crisis económica y la reforma liberal hechó por la borda esa experiencia de integración subregional.
El desconcierto que produjo el empuje de la apertura de mercados y el liberalismo en la región fueron complementados por el expreso rechazo de gobernantes y dirigentes andinos de los fundamentos del modelo de integración desarrollista. Una suscesión de redefiniciones estratégicas se sucedieron en consecuencia, empezando por la absurda propuesta de “integración hacia fuera” en manifiesto desconocimiento de las nociones básicas de la integración: un espacio de trato preferencial en relación a terceros creador de comercio, bienestar y progreso.
El rechazo al planteamiento original fue confirmado ya no por el retiro de Chile en 1976 sino por las divagaciones globalizadoras del fujimorismo (el Perú suspendió su participación en el proceso en los 90) y la posterior adhesión de Bolivia al MERCSOUR. La feble cohesión del Grupo se deterioró extraordinariamente. La zona de libre comercio demoró su plazos y la unión aduanera nuca se constituyó para el conjunto. Las políticas económicas de los países miembros y los ministerios de economía redefinieron la identidad subregional a niveles de subsistencia burocrática y la integración se limitó, en el mejor de los casos, a su contenciosa dimensión comercial.
Cuando se constituyó el MERCOSUR en 1991, Uruguay y Paraguay se sumaron a una inciativa también comercial argentino-brasileña consolidada en un acuerdo de complementación económica en 1990. Previamente, hacia 1988, estos países habían redefinido los términos históricos de su conflictiva relación bilateral. El MERCOSUR nació como el propósito de crear una zona de libre comercio (que ha generado una fuerte interdependencia) y una unión aduanera (hoy bastante imperfecta) en el marco del proceso de reforma liberal que intensificaron Cardoso y Menem. Pero no la establecieron para crear desarrollo independiente, ni para compensar el subdesarrollo de Uruguay y Paraguay, ni para organizar la “Patria Grande” suramericana. El esquema adquirió rápida importancia por su tamaño y la membresía de las dos grandes potencias suramericanas antes que por su buen funcionamiento, pero no por su vocación desarrollista. Chile, Bolivia, Perú y Venezuela se adhirieron pero no son aún miembros plenos y la complementación con la CAN se produjo a través de acceso singulares de sus miembros resultantes en un acuerdo de complementación que el Perú desea renegociar hoy.
El modelo de integración regional articulador de un mercado para generar desarrollo, reducir la dependencia e incrementar el bienestar y el empleo a través de la industrialización no es hoy el modelo de integración ni de la CAN ni del MERCOSUR. Sus miembros, por lo demás, tienen visiones bastante hetrodoxas de política exterior. Entonces no es bueno pretender que la Comunidad Suramericana de Naciones ostenta una calidad que sus miembros no tienen y hoy no desean. Y tampoco es sensato usarla para compensar el efecto político de la suscripción del TLC con Estados Unidos o para curar culpas por el desarrollismo abandonado.
La integración regional de hoy día es de ámbitro hemsiférico con clara ambición occidental. El rol suramericano se verá adecuadamente reforzado si implementa consistemente el proyecto de infraestructura IIRSA, perfecciona su endeble convergencia, crea una masa crítica de intereses comunes hoy algo dispersos e incorpora el factor norteamericano que, aunque debe aún ponderarse, es tan evidente como su asimetría.
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