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Alejandro Deustua

Implicancias Estratégicas de la Barbarie en Libia

La denominada “primavera árabe” fue y sigue siendo un proceso inestable de cambio político cuyo destino democrático es incierto.


Desde que se inició ese proceso en Túnez, impulsado infomáticamente por un hecho de abuso de poder en un mercado de la capital tunecina y contextualizado en la frustración económica de una población mayoritariamente joven, la “primavera árabe” se ha caracterizado por un juego de poder entre agentes y entidades seculares e islámicas cuyo único medio de cohesión ha sido la violenta oposición a gobiernos autoritarios en el Norte de África, el Medio Oriente y el Golfo Pérsico.


Ello ha implicado que distintas dinámicas de conflicto se expresaran en el rango de hostilidades que va de la beligerante manifestación callejera, a la guerra civil y a la latencia de la guerra externa. La complejísima interacción interna e internacional de estos agentes indica que casi ninguna de estas revoluciones ha sido autónoma y que la intervención externa ha estado presente en ellas con diversa intensidades.


En este escenario, la comunidad nacional de varios de los Estados árabes afectados ha desaparecido, el contrato social y/o la jerarquía tiránica impuesta en esas sociedades ha saltado por los aires y el Estado se ha desvanecido (el caso de Libia), se ha fracturado (el caso de Siria) o se ha transformado en realidad aún incierta (el caso de Egipto).


Este fenómeno de extraordinaria complejidad en una de los escenarios geopolíticos más volátiles del contexto no podía sino convocar a las potencias mayores con intereses estratégicos en la zona. Algunas apoyaron la transición (Estados Unidos y algunos Estados europeos) y otros la resistieron (Rusia y China) con más incertidumbre que certeza sobre el resultado.


Entre ellos, sin embargo, no faltaron los que se comprometieron plenamente con el cambio en la convicción de que el arribo de la democracia estaba al alcance de la mano como pocas veces (una “cuarta ola” de expansión democrática en la probable versión del fallecido Huntignton) mientras que otros, que se expresaron a través de los medios de comunicación, lo hicieron con el interés frívolo y cuasi cabalístico de “caer en el lado correcto de la historia”.


En este marco, no sabemos cuál fue el rol del Embajador de Estados Unidos en Libia. Lo que queda claro es que este dignísimo funcionario fue atrapado por una realidad más turbia de la que él previó.


En ella interactuaron (o pudieron interactuar) irresponsables ciudadanos norteamericano que tienden a abusar de sus libertades (en este caso, el bárbaro que produjo la película agraviante al Islam), extremistas musulmanes que aprovecharon la oportunidad para dar un golpe de mano e incrementar su poder que no se expresa en mayoría, terroristas que sobreviven mimetizados entre la población (el caso de Al Qaeda), partidarios remanentes del régimen derribado (gadafistas de resentimiento homicida) y huestes armadas con partes del arsenal sustraído a las fuerzas armadas derrotadas.


El amplio espectro de estos grupos muestran el nivel de anarquía que se ha instalado en Libia (y quizás en otros países del arco de la “primavera árabe”), la consecuente fragilidad del gobierno de circunstancias que allí opera y la ausencia de fuerzas de estabilización cuya presencia corresponde disponer a la ONU (que no cuenta con los medios necesarios) y a las potencias mayores (que no tienen posibilidad económica ni estratégica de distraer más tropas cuando están de salida de los escenarios de Asia Central).


Ello muestra la debilidad la comunidad internacional en el área acrecentada por la crisis económica así como las limitaciones de la primera potencia para realizar uno de sus intereses fundamentales (la promoción eficiente de la democracia) sin que haya sustituto capaz o dispuesto para ejercer ese rol.


En el lado pesimista ello indica que la afirmación de la democracia en esa parte del mundo será más lenta y complicada de lo que se preveía. Y en el lado optimista, lo ocurrido en Libia sugiere que, en tanto no existe fuerza organizada capaz de resistir el cambio, la democracia se asentará allá tarde o temprano aunque con las características propias del escenario.


Pero, al respecto, hay también una evidencia intermedia: la realidad de que el antinorteamericanismo es una fuerza capaz de generar violencia mayor y que ésta se extiende a manifestaciones antioccidentales en el mundo islámico (los ataques a embajadas de Alemania). El huntingtoniano “choque de civilizaciones” está presente entre las diversas facciones islámicas (Zakaria) y puede reinstalar esa visión de Occidente en el conjunto de la cultura islámica.


Que ello no ocurra no dependerá de ningún factor de poder aislado, interno o externo, en la sociedad árabe. Pero podrá administrarse mejor mediante una vigorosa campaña de influencia externa (de la que no debiera estar ausente América Latina) y del agrupamiento de fuerzas para prevenir o intervenir en una guerra material (de la que Siria es ya un escenario real e Irán uno potencialmente inminente). Pero si la lógica del conflicto interno logra perdurar y ésta es seguida por la lógica de la guerra (la palestino-israelí, entre otras), los intentos de prevención serán extremadamente costosos (en el sentido de la persistencia del caos) y quizás insuficientes para atisbar la paz en el área.


La barbarie ocurrida en Bengasi no es un hecho aislado ni ha sido un accidente. Los países de Occidente deben expresar su predisposición a empeñarse en la tarea de que en el Medio Oriente no se instalen regímenes hostiles a esa civilización. Y también redoblar esfuerzos para que allí se adopten órdenes internos democráticos y económicamente eficaces. De ello dependerá el progreso futuro de las poblaciones en el área y su adecuada inserción en el mundo moderno.


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