A diferencia de la “década perdida” latinoamericana que concluyó, felizmente para la región, con un porvenir más o menos homogéneo de prometedora inserción al mundo a cambio de unas durísimas disciplinas fiscales y reformas de apertura en un contexto de creciente globalización, la crisis europea está terminando de manera fragmentada, en un contexto de nacionalismos y de proteccionismo crecientes.
Y mientras que hacia fines de los 80 y principios de los 90 caía un sistema bipolar que reconocía a Estados Unidos y al liberalismo como vencedores mientras un sistema económico internacional dominado por los regímenes que, más allá de sus problemas, sobrevivieron con autoridad a la crisis de Bretton Woods, hoy el sistema internacional no ha encontrado aún una estructura solvente, ni regímenes fuertes que puedan garantizar principios y normas universales que la globalización reclama, ni un líder incontestable.
Por lo demás, mientras en América Latina cuajaba en ese fin de siglo un consenso liberal que auguraba democracia e integración de mercados, en la Unión Europea hoy las fuerzas de desintegración van en aumento.
De ello acaba de dar fe en Grecia el triunfo de una agrupación fuertemente influida por la extrema izquierda y aliada de la extrema derecha -el Syriza- así como la quiebra de los sistemas bipartidistas del sur de Europa (especialmente en España, donde Podemos, la organización de unos profesores que asesoraron a Hugo Chávez, han superado ya la intención del voto del PSOE; y en Francia, donde la ultranacionalista agrupación de la Sra. Le Pen se ha abierto campo hacia triunfos electorales cada vez mayores).
Si la caída del sistema bipartidista en el sur europeo y la emergencia de una agrupación unida mayoritariamente por el malestar común es el fenómeno institucional más visible del quiebre de la tradición política de la post-guerra en Europa, el intento de reposicionar el principio de solidaridad -tan propio del Estado de bienestar- parece ya casi inviable.
Especialmente bajo los predominantes criterios financieros que han optado por salvar bancos antes por estándares de vida básicos en el nombre de una unión monetaria mal pensada que surgió menos del planeamiento y de la convicción colectivos (a diferencia de lo que ocurrió con el nacimiento de la integración en 1957) que como mecanismo de adecuación de Alemania reunificada en el nuevo concierto europeo. Aunque el predominio de fuerzas centrífugas sea aún cuestionable en relación a ese mercado monetario el riesgo de su mayor debilitamiento no es un epifenómeno (el problema acá no es sólo de Grecia sino las dudas de Estados solventes como el Reino Unido).
Sin embargo, si ha de encontrarse algo entusiasmante en el caso griego como en los demás del sur de Europa (pero también en los mares Báltico y del Norte) el foco debe ponerse en que, a pesar de sus crudísimos padecimientos, no se han registrado levantamientos populares antidemocráticos eficaces, ni actividades terroristas (aunque alguna pseudoguerrilla griega ha dado muestra de existencia) que enlute con la violencia la ya terrible quiebra social europea (el caso de los musulmanes franceses y la vinculación de algunos de ellos con el yihadismo preocupa pero no forma parte del centro del problema como sí lo es, sin embargo, la renovada división europea entre sociedades pudientes –que se oponen a cualquier relajamiento de la disciplina fiscal- y las que no lo son, generando enfrentamiento).
De otro lado, que la protesta se haya canalizado en Grecia bajo formas democráticas en un contexto de 26% de desempleo (y más del 50% de desempleo juvenil), una contracción económica de -23.5% desde el 2009 (muy superior al -7.4% italiano o el -6% español), caídas del estándar de vida de -20% (incrementando la brecha con Europa Occidental por encima de la que existía en la década de los 60 del siglo pasado) (FES), una deuda externa de 175% del PBI (aunque algunos estiman la deuda pública en 130%), un déficit de cuenta corriente actual de -15% y la obligación de sostener grandes superávits fiscales para cumplir obligaciones con terceros, es encomiable. Pero puede ser una primera anomalía.
Más aún cuando la imposición de esta particular disciplina provino no de un autoridad reconocida sino de una entidad trasnacional improvisada (la “troika conformada por el FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea) agravando la humillación nacional de los griegos social y económicamente afectados.
Ésta es la segunda anomalía de carácter doblemente peligroso porque los socios extremistas de Syriza no representan la voluntad de diálogo que el Primer Ministro Tsipras hasta ahora prioriza.
Pero hay una tercera anomalía de efectos aún desconocidos. Ésta proviene de una inequitativa asignación de los 226.7 mil millones de euros que ha recibido Grecia. En efecto, según Martin Wolf sólo 11% de los mismo se ha orientado a “actividades del gobierno” (es decir, a atender al público), mientras 16% se asignaron al pago de intereses y el resto a “operaciones de capital” (es decir, a solventar a la banca acreedora) que entraban y salían de Grecia.
¡Cómo recuerda esta situación a la del Perú y otros vecinos en los 80 generada por la crisis de la deuda en la que la CEPAL solicitaba un “ajuste con crecimiento” que privilegiara menos a los acreedores que “empujaron” los créditos sin que nadie otorgase a esa irresponsabilidad la importancia debida. Wolf, en cambio, recoge el guante y propone para Grecia un recorte de la deuda para aproximarse a una solución que no sea una carrousel del que sólo es posible bajarse saliendo del euro al costo de otra generación perdida.
La alternativa que plantea el analista del Financial Times difiere de unas simples facilidades como menores intereses y mayores plazos de cumplimiento que faciliten una reestructuración de la deuda al estilo de la que patrocinaron los bonos Brady en América Latina (que canjeando unos papeles que se vencían por otros, dieron aire a las economías pero no resolvieron el problema de la deuda que al final se pagó). La propuesta de un recorte de la deuda no es nueva al respecto.
Nosotros agregaríamos algunas sugerencias:
a) que se compense, en alguna proporción, los “préstamos” facilitados por la troika con capitales dirigidos a solventar la conducta de los bancos fuertemente expuestos a la economía griega (que sabían perfectamente cuáles eran los riesgos) y que ese capital se oriente fortalecer la economía real griega;
b) que la unión monetaria se perfeccione con mecanismos de salida o de hibernación cuando una economía está en problemas (el principio ya existe, en el segundo caso, en la OMC con la imposición de salvaguardias cuando surgen problemas de balanza de pagos inesperados);
c) que la disciplina económica europea (cuyas normas ya existían y que fueron vulneradas por la mayoría –incluyendo Alemania- antes de la crisis) se recupere con flexibilidad razonable;
d) que el Consejo y la Comisión Europea abandonen la tendencia de “huir hacia adelante” cada vez que se topan con una crisis o un problema como ocurrió con la unificación alemana (la unión monetaria fue un escape hacia adelante en terreno poco firme para soportar semejante innovación geopolítica y geoeconómica);
d) que se recuerde que la integración implica la abolición de la discriminación y también una adecuada distribución de beneficios (si alguien pierde estrepitosamente, como estamos viendo, no estamos frente a un esquema de integración que funcione adecuadamente sino de gregarismo forzado); y
e) que los partidos establecidos europeos replanteen sus contenidos y establezcan alianzas que impidan que extremistas del nacionalismo se hagan con el poder en Europa.
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