8 de marzo de 2006
El presidente de Estados Unidos acaba de retornar a su país con una asociación estratégica establecida con la India y otra renovada con Pakistán. Estas asociaciones han sido definidas como históricas aunque no se ha destacado suficientemente su carácter revolucionario. Tales calificaciones tienen una dimensión ciertamente superior al ámbito diplomático de las mismas. Para comenzar, a pesar de que Pakistán ha devenido en un aliado vital de los Estados Unidos en el desarrollo de un interés primario –la “guerra contra el terrorismo”-, los contenidos del acuerdo de asociación con esa potencia asiática (promoción de la democracia, asistencia de seguridad convencional, reiteración del status de aliado extra-OTAN y lucha contra el terrorismo) son inferiores a los que contratados con India (fundamentalmente de carácter nuclear y complementados con aproximaciones más intensas en materia de comercio, inversiones y cooperación científica y tecnológica). Si la disparidad de trato salta a la vista, es aún más llamativa la explícita disposición norteamericana a establecer diferencias sustantivas entre potencias que, siendo nucleares, mantienen una rivalidad estratégica en el Asia alimentada por un conflicto regional activo (Cachemira), por diferentes vinculaciones con la mayor potencia emergente de la región (China) y por diversas calidades culturales (a través de la cual la mayoría de la población musulmana pakistaní podría encontrar otro motivo de confrontación con Occidente). La disposición norteamericana a establecer diferencias es todavía más llamativa porque su tendencia a fortalecer dinámicas de balance de poder en zonas en conflicto se altera, en este caso, mediante una clara opción por el desequilibrio. Más aún cuando en él, el menos favorecido –Pakistán- es un aliado que se encuentra más comprometido bélicamente en la “guerra contra el terrorismo” (Al Qaida) y en complicadas circunstancias de mantención del orden interno. A pesar de que esta diferencia ha sido atenuada por el énfasis con que la diplomacia norteamericana ha subrayado la excelente calidad de ambas asociaciones estratégicas destacando su renovada inserción asiática, la Casa Blanca no ha hecho mayor esfuerzo por disminuir las sustanciales diferencias referidas (más bien ha recordado la hasta hace poco manifiesta relación paquistaní con el régimen Talibán).
Echándose a los críticos a la espalda, en la perspectiva de la Casa Blanca esta actitud no deriva de un error sino de una opción estratégica de extraordinaria proyección: en la práctica Estados Unidos ha decidido conceder formalmente el status de potencia nuclear a India (con lo que, en esta materia, ésta deja de ser una potencia emergente) y se ha asociado con ella pagando un fuerte costo. Éste consiste en la posible vulneración del Tratado de No Proliferación Nuclear que inhibe la cooperación militar con potencias nucleares que, además de los 5 “Estados nucleares” –oficialmente, los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad-, no hayan suscrito dichos tratado (el TNP). El costo potencial puede ser coyunturalmente mayor en tanto el Consejo de Seguridad de la ONU se dispone a revisar en estos días el caso de Irán (referido por la Organización Internacional de Energía Atómica) urgido por la eventual vulneración, por ese Estado, de las obligaciones de no proliferación (Irán, a diferencia de India, sí es suscriptor del TNP). Por cierto, quienes aprueban el acuerdo indo-norteamericano subrayarán sólo sus evidentes virtudes: la diferenciación que la India se compromete a establecer entre programas de uso civil y militar con el propósito de permitir la aplicación, en el caso de los primeros, de las salvaguardias establecidas por el régimen global contra la proliferación nuclear. En principio, 14 de los 22 programas hindúes estrían sometidos a los controles de la OIEA que se fundamentan en el TNP sin que la India forme parte de ese tratado. Por lo tanto, el derecho internacional habría ganado un adepto parcial en la materia.
Y si la India se beneficia del concurrente compromiso norteamericano de facilitar a esa potencia el acceso a la tecnología y el material nuclear necesarios para alimentar esos programas, Estados Unidos siempre tendrá el control de la oferta de ese material. Las fuertes ganancias estratégicas, siendo mutuas, se realizarían, además, en el ámbito informal del régimen de no proliferación. Pero esta apreciación no considera la compleja interacción “cívico-militar” de los programas hindúes (que complicará la aplicación de salvaguardias e inspecciones) ni los reclamos por un mayor acceso a la tecnología nuclear de países que, siendo suscriptores el TNP, cumplen (a diferencia de India) con el régimen. Aunque estas consideraciones ciertamente serán motivo de debate por largo tiempo, en ellas radica el carácter revolucionario del acuerdo indo-norteamericano: Estados Unidos ha decidido alterar la estructura del sistema de potencias nucleares incrementando el número de sus miembros y legalizando abiertamente a una que, poseyendo la capacidad nuclear, era contestataria al sistema (no ha hecho lo mismo con Sudáfrica, ni con Israel y ciertamente no lo hará con Corea del Norte); lo ha hecho unilateralmente y además, ha establecido un vínculo asiático que le otorga influencia regional de una manera innovadora cuya calidad no se registraba, quizás, desde que Nixon abrió a la República Popular China las puertas de la ONU y de Occidente (Francia lo había hecho en otra dimensión) facilitando el desempeño, por esa potencia, de un rol diferente en el escenario estratégico de la Guerra Fría a principios de los 70. Aunque el Perú no es una potencia nuclear (apenas cuenta con un viejo reactor de “potencia 0”) ciertamente le interesa la materia y estará influido por esta evolución. Para empezar, en su calidad de miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, le tocará evaluar casos de proliferación nuclear y de armas de destrucción masiva, comenzando por el caso iraní, bajo nuevas circunstancias. Y como suscriptor del Tratado de Tlatelolco y de otros regímenes subregionales que declaran a la América Latina como una región libre de armas nucleares tendrá que evaluar su posición, junto con sus socios, sobre la implicancia de la nueva modalidad de acceso a la moderna tecnología nuclear de uso civil (caso que importa especialmente a Brasil y Argentina). Y finalmente, como miembro del TNP, deberá reperfilar su política teniendo en cuenta la alteración de facto de ese régimen por el acuerdo indo-norteamericano, la marginación circunstancial del tratado por la superpotencia (hecho en el que han incurrido también otras potencias como Francia) y la nueva situación de seguridad que plantean las nuevas estrategias sobre aplicación del poder nuclear: el caso de los “estados fallidos” o de los “estados canalla” o de otros Estados que pueden ser objetos de ataque preventivo en el caso de que grupos fuera de la ley o los propios Estados dispongan de armas de destrucción masiva y se apresten a emplearlas.
La alteración de la naturaleza del régimen de no proliferación, su incumplimiento por los “Estados nucleares” (la falta de reducción de armas hasta su extinción por esas potencias) y las garantías de protección que éste está dejando de ofrecer constituyen nuevas preocupaciones para países como el Perú.
La mayor o menor atención de éstas contribuirá a redefinir sus intereses en la materia y del derecho correspondiente con una ventaja: la solvencia de la posición peruana avalada tanto por el fiel cumplimiento del régimen como por su participación en la prórroga indefinida del TPN en 1995 que no está siendo adecuadamente retribuida.
En cualquier caso el Perú deberá replantear su relación con la India a la luz de las nuevas circunstancias. La nueva condición del Estado asiático como socio estratégico de Estados Unidos es un incentivo adicional para ello.
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