10 de Noviembre de 2006
Debido a una compleja distribución de responsabilidades sobre la política exterior norteamericana, el cambio de composición del Congreso en Estados Unidos tiene siempre un fuerte impacto en el control de la misma.
En consecuencia, el triunfo de los demócratas en la Cámara y el Senado potenciará ese efecto en el ámbito de dos circunstancias dramáticas: el de la guerra en Irak y el de una posible reorientación del liderazgo en la primera potencia en la elecciones del 2008.
Sin embargo, la tensa interacción de estos factores en momentos en que se abre un nuevo ciclo de cuestionamiento de la eficacia del poder norteamericano (el primero fue la guerra de Viet Nam) obligará inicialmente a demócratas y republicanos a matizar las tendencias de polarización interna e inducirá a los interlocutores externos responsables a no incrementar las tendencias a la desafiliación.
Ejemplo de lo primero, es la actual disposición republicana y demócrata a concertar parcialmente aunque la posibilidad de generar políticas “bipartidistas” sea remota. El precio: el bloqueo demócrata de iniciativas comerciales consideradas no estratégicas (con graves costos para países tan distintos como Viet Nam, Perú o Colombia).
Ejemplo de lo segundo, es la rápida toma de contacto entre el presidente electo de México y el señor Bush o el entendimiento bilateral ruso-norteamericano para que Rusia pueda incorporarse a la OMC. El común denominador en estos dos ejemplos podría describirse como respuestas de cohesión a las tendencias internacionales de inestabilidad y desorden existentes (y que un mayor debilitamiento interno o aislamiento de la potencia mayor incrementaría). Una muestra interna de esa disposición flexible es la renuncia del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el nombramiento de Robert Gates. Como es evidente, éste no es un mero cambio de nombres sino que implica la alteración del tipo de aproximación al quid pro quo de la última elección –la guerra- y de la estrategia correspondiente.
En efecto, el nombramiento del pragmático señor Gates supone la postergación de los ideologizados neoconservadores en la conducción de la guerra de Irak. Al respecto debe entenderse que el “pragmatismo” del nuevo Secretario de Defensa, que sabe qué se puede hacer y qué no, no es equivalente al “realismo” del señor Kissinger que, en su momento, condujo una política exterior basada en una sofisticada concepción del balance de poder y de la noción limitada del interés nacional.
Ello quiere decir que, aunque con nuevos obstáculos, el gobierno norteamericano no abandonará su leit motiv externo –la “ideologizada” promoción de la democracia- en la realización de sus objetivos de defensa sino que lo modulará. En este marco, el apremio de la guerra iraquí está conduciendo a la evaluación de nuevos planteamientos estratégicos que, según se conoce, van desde la posibilidad de incrementar la presencia norteamericana en el escenario (algo que debió hacerse desde el principio) hasta un retiro calendarizado en la medida en que la fuerza iraquí pueda evitar la guerra civil y mantener el orden de un gobierno democrático.
En la medida en que ello puede requerir mayor cooperación de los aliados institucionales norteamericanos (p.e., la OTAN), también supondrá seguridades de que Estados Unidos está dispuesto a cumplir con la responsabilidad de una superpotencia. De allí que los demócratas no querrán optar, en ningún caso, por un retiro crudo de los diferentes frentes vitales para la seguridad norteamericana.
Pero, salvo que deseen arriesgar mayor desorden internacional, tampoco debieran optar por un retiro económico que suponga vulneración de compromisos adquiridos en áreas vulnerables y convulsionadas como la andina (el caso de Perú y Colombia).
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