La proclamación de un “nuevo comienzo” en la relación de Estados Unidos con América Latina parece bastante menos clara que su simple enunciado.
La referencia más trivial de esa propuesta vacía de contenido consiste en la disposición de la nueva Administración a “corregir” a su antecesora. En efecto, como había ocurrido antes con la denuncia del unilateralismo, la indisposición ambientalista o la aplicación de sanciones económicas por el Presidente Bush, la nueva autoridad norteamericana destacó en Puerto España la escasa importancia otorgada a la región.
Tal denuncia pareció más cercana a la divergencia interna en la primer potencia que a la expresión de un interés nacional complejo o a la declaración de una doctrina bien fundada.
Por lo demás, esa disposición inquisitorial no parece ni fértil ni eficiente si, frente a la parálisis del sistema interamericano, el unilateralismo probablemente será revisitado por Estados Unidos (aunque, según se indica, benignamente), la adhesión a nuevas normas internacionales estará condicionada a lo que disponga el Congreso y si el arsenal de medidas coercitivas seguirá arraigado en la legislación de la primera potencia más allá de lo que la Administración decida avanzar en el caso cubano.
Antes que en el inicio de una nueva era en la relación hemisférica, esa posición revisionista parece justificarse en necesidad de recomponer la imagen de Estados Unidos en el área. Ello obvia otros requerimientos como los de la restauración de la legitimidad de las organizaciones de inteligencia, la corrección de ciertos procesos decisorios y el buen uso del poder.
De otro lado, la omisión norteamericana a destacar adecuadamente el compromiso con la promoción de la democracia representativa o el libre mercado señala que el “nuevo comienzo” podría estar peligrosamente cerca del abandono de un orden liberal en el área. Si fuera así, la prescindencia de los principios del ALCA y de la Carta Democrática en la presentación del presidente Obama habría erosionado un pilar de la política exterior de Estados Unidos, admitido una derrota política de la primera potencia y devaluado su asociación con los Estados que han optado, de motu propio, por regirse por esos principios.
Esta versión del nuevo pragmatismo norteamericano, tan subrayada por sus voceros, es la que prefieren recoger los miembros del ALBA. Y también muestra el riesgo de confundir los requerimientos de influencia y prestigio que corresponden a una potencia mayor con las frivolidades del “soft power” tan en boga en Washington.
La connotación estratégica de esa implicancia es inmensa. Especialmente si la Secretaria de Estado ya asume la existencia de un sistema multipolar en el que Irán tiene igual peso que China o Rusia sin que aquél se haya consolidado y sin que Estados Unidos disponga de la estrategia correspondiente.
En ese escenario, el “nuevo comienzo” podría implicar también la disposición norteamericana a que los Estados del área vuelvan a interactuar principalmente en términos de poder. A falta de prevención de la potencia mayor, ese tipo de interacción sería balanceada de manera ad hoc. Así el afán expansivo de Venezuela podría postergar la disposición a contener el armamentismo chileno o la preocupación por el apoyo estatal a las FARC podría restar importancia al encumbramiento neomarxista en cierto Estados del área.
En tiempos de crisis sistémica el planteamiento norteamericano de un “nuevo comienzo” en el Hemisferio requiere de urgente clarificación.
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