La población del Cusco, acaba de movilizarse con violencia exuberante contra una ley que no le será aplicada por disposición de la misma norma. Es posible que esa movilización contra una disposición que promueve la inversión privada en zonas aledañas a monumentos históricos tenga motivos principistas (la subordinación de la responsabilidad pública para cautelar el patrimonio nacional) y hasta de interés económico local (el desplazamiento de los pequeños empresarios de turismo locales por grandes inversionistas no locales). Esa puede ser su dimensión racional.
Pero la desproporción de la violencia colectiva que obligó al cierre del aeropuerto del centro turístico del Perú, a la eventual exclusión del Cusco como sede de unos de las principales reuniones de la cumbre de la APEC y a la consecuente pérdida de ingresos para el gobierno regional revela el componente irracional de la movilización.
Puede ser que ésta encuentre un cierto arraigo lógico en los particulares intereses de las dirigencias locales y en sus probables orígenes y respaldos que deben ser investigados.
Pero, como ocurre con todo acto de masas, no todo en él puede ser producto de una determinista relación causal atribuida sólo a la voluntad de un agente local o extranjero.
Ésta también puede ser parte de un clima novedoso que, a la luz de los acontecimientos, supera la explicación que otorga la realidad de la pobreza y la exclusión estructural de buena parte de la población. Ese clima, como saben bien los ambientalistas, no es sólo local. Tiene un componente transnacional.
A diferencia del clima económico y político, que los evaluadores de riesgo suelen atribuirle a ciertas localidades definidas, el movimiento social del Cusco acaba de mostrar que abarca al conjunto del sur del Perú (finalmente, los dirigentes de los manifestantes amenazaron con llevar la protesta a Puno, Arequipa y Tacna si la ley no era derogada). Efectivamente, esa zona del país no es sólo la que desaprueba con mayor intensidad la labor del gobierno (asunto que aquí no cuestionamos) sino la que está más influida por el movimiento social de las zonas altas bolivianas.
Más allá del trabajo específico que agentes bolivianos puedan realizar en el país (del que no son ajenos ciertos representantes públicos) de manera independiente o vinculada a organizaciones relacionadas al régimen chavista, el hecho es que el clima político generado en el vecino ya se ha afincado en el sur del Perú. Ello es visible en la adopción de ciertos símbolos (la wifala), en el discurso político vinculado a la exaltación de ciertos recursos (como la coca, uno de cuyos mecanismos de control –Enaco- buscó su traslado a esa zona) y en la dinamización del factor étnico como mecanismo de filiación política.
Ese tipo de movimiento, que el gobierno del presidente boliviano pretende internacionalizar, lleva consigo el germen del antropocententrismo y, por tanto, la tendencia fragmentadora que éste reclama para una “nación” que quisiera asumirse como distinta en un país mestizo y en una ciudad abierta como es el Cusco. Tales factores sociopolíticos rebasan los problemas de la pobreza o de la afirmación de la identidad regional y conducen al conflicto étnico tan renovado hoy en el escenario global. La irracionalidad propia de esa dinámica es alentada por el clima político que proviene del altiplano cuyos dirigentes, por lo demás, buscan legitimar externamente de manera perfectamente racional en cuanta acción internacional emprenden. Los peruanos deben cuidarse bien de la expansión de esa fenomenología y de que los intentos por controlarla (p.e. la exclusión del Cusco de los foros APEC o la prevención drástica de la organización del “foro alternativo” que se organiza de manera coincidente con las Cumbres UE-LAC y APEC) sean instrumentados como mecanismos antidemocráticos y, por tanto, generen, dudas sobre la legitimidad del gobierno.
Pero más importante que ello es el requerimiento nacional de contrarrestar en el sur la proyección de la movilización social boliviana. Nuestra diplomacia debe advertir al gobierno del presidente Morales sobre esta preocupación y, de paso, evitar realizar acciones de política exterior que atenten contra el principio de la unidad nacional (como ha sido el reconocimiento apresurado de entidades separatistas en el sureste de Europa). Los peligros de la irracionalidad social deben ser oportunamente afrontados mediante la sensata acción persuasiva y cohesiva del Estado en los ámbitos nacional y externo.
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