Como si el Perú fuera una isla autosuficiente, el último debate de los candidatos presidenciales omitió toda referencia a la política exterior y al escenario internacional.
El hecho podría no sorprender porque esa omisión es acá una costumbre de larga data. Pero, encontrándonos en medio de una crisis global, sanitaria y económica, en que una nueva estadística ha convertido al Perú en uno de los países con mayores decesos por COVID en el mundo, los candidatos podrían haberse preocupado públicamente por el condicionamiento externo de esta tragedia.
Por lo demás, en tanto las perspectivas de crecimiento global para este año (5.8%, OCDE) se han incrementado notablemente al costo de mayor divergencia entre países desarrollados y en desarrollo y entre éstos entre sí, los candidatos pudieron haber considerado la situación de especial vulnerabilidad local. Pero ello no inmutó su pasmada curiosidad.
En lugar de ello asistimos a un festín de ofertas hiper-sectoriales y populistas en un caso y a reiteraciones ético-marxista en el otro.
Ello no ocurrió por consideración especial por un electorado que debe optar por un candidato cuando el 70% no votó por ninguno de ellos en primera vuelta o porque la discusión sobre temas internacionales no se estile en estos casos. Ocurrió porque la información oficial al respecto es casi inexistente o es aproximada con temor reverencial por la población y porque es guarecida institucionalmente por la razón de Estado de épocas de Richelieu.
Todo ello tiene una dimensión bufa cuando los candidatos confrontan visiones opuestas del mundo: una perspectiva cosmopolita que quisiera definirse, económica, política y estratégicamente como pro-occidental y otra que reafirma abrevaderos marxistas con fuerte proclividad nacionalista a alianzas totalitarias y visiones estatistas de la economía.
Peor aún, en ningún caso los candidatos se han referido a las consecuencias multidimensionales de las crisis que nos aflige: fragmentación de la globalización, mayores divergencia de desarrollo, emergencia del nacionalismo, conflictos y armamentismo al alza, fracaso de la integración latinoamericana, discriminación en acceso a los instrumentos de sobrevivencia colectiva (vacunas e implementos sanitarios), deterioro de la democracia, mayor pobreza y desempleo sin beneficio tecnológico, etc. Cada una de estas realidades externas tiene efectos concretos internos y, por tanto, debiera haber sido motivo de discusión entre los candidatos. Pero ellos prefirieron el parroquialismo.
A ello ha ayudado el total silencio de una Cancillería que se define por valores liberales de aplicación hemisférica y global, por un instrumental jurídico y multilateral en ausencia de poder real y por relaciones vecinales que privilegian la integración de mercados libres. Este patrimonio de intereses liberales está, sin embargo, sometido burocráticamente a las realidades del poder y la naturaleza del Estado aunque éste adoptase, eventualmente, una nueva versión autoritaria. Si Cancillería no advierte al respecto, los candidatos tampoco.
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