El 2020, con 14 años de gobierno encima, Evo Morales ingresará al panteón de los más longevos presidentes latinoamericanos mantenidos en el poder por elección popular. Pero no lo hará con gracia ni satisfacción: su deseo de superar ese extraordinario término político acaba de ser frustrado por una diferencia de algo más de 2% de los votos ejercidos en el referendo convocado para legitimar su desmedida ambición.
Ese resultado no implica, por tanto, tranquilidad para la ciudadanía boliviana. Los cuatro años que median para la nominal partida de Morales servirán para intentar la recuperación del terreno perdido. Ello ocurrirá, en apariencia, con una renovada ofensiva política.
En efecto, si bien Morales ha reconocido su derrota, el afán de que los suyos se mantengan en el gobierno ha sido también confirmado. Al respecto ha asegurado que redoblará esfuerzos en la lucha contra el capitalismo y el imperialismo (El Deber). Más aún cuando el triunfo del “No” es calificado como la pérdida de una batalla, no de la guerra (Idem).
Esta reacción confirma que, detrás de la apariencia democrática, el líder cocalero y del MAS sigue estando la del agitador que no duda en emplear la lucha de clases y el impulso de un movimiento indigenista de carácter confrontacional.
En épocas populistas como las que vivimos ésta es una plataforma ideal para los “pragmatistas” que justifican con una eficaz gestión económica el ejercicio sistemático de la conmoción social como política. Y también lo es para que los fabricantes de ideologías ad hoc basadas en el nacionalismo étnico sigan avanzando en el control poblacional. El gobierno boliviano se sustenta fuertemente en esos pilares característicos.
La proyección histórica del movimiento así creado no es percibido, entonces, como un fin de época por el gobierno boliviano. Lo que se percibe es más bien el inicio de un ciclo político que no se orientaría a una transferencia democrática en el 2020 sino a combatir al enemigo y a la planificación de su derrota. Al fin y al cabo, como expresa un analista desterrado, en el gobierno de Morales prima el objetivo de consolidar el poder antes que confirmar la democracia como forma de gobierno.
Al respecto todo el proceso de reforma constitucional boliviana es prueba de ello. En efecto, luego de la modificación en el 2013 de la Constitución-cuestionablemente aprobada en el 2009-, para permitir la reelección de Morales por única vez, ese gobernante probó que era capaz de cambiar su propia construcción jurídica para satisfacer su interés primario. Y lo reiteró más tarde obligando a un Tribunal Constitucional políticamente subordinado a que estableciera que el período de gobierno que inauguró Morales en el 2006 no se considerara como computable debido a que éste se regía por un régimen anterior.
Esta forma de ejercer el poder, que implica la manipulación sistemática del sistema de Derecho, se repitió el 2015 con la promulgación por el Congreso, dominado por la mayoría oficialista, de otra norma reeleccionista que ha dado a luz el referendo que Morales acaba de perder. Sobre el particular, llama la atención que terceros países –incluyendo Estados Unidos- feliciten a Morales por la forma cómo se llevó a cabo este proceso.
Especialmente cuando el Vicepresidente García Linera ha hecho gala de su vocación coercitiva amenazando personalmente a ciertas poblaciones con la supresión de la asistencia del gobierno si éstas votaban en contra de él. Fue en ese mismo tono que, en la víspera del conteo final de los votos, García Linera se esmeró en anunciar que, si bien se respetaría el resultado, éste era en realidad y para todo efecto un empate técnico.
Si ese diagnóstico implicaba la indisposición a aceptar una derrota también reconocía la realidad de un resultado peligroso: el referéndum ha mostrado nuevamente la extrema polarización política de la ciudadanía boliviana.
Si bien la línea quedó simétricamente trazada entre los que deseaban que Morales no se reelija y los que aspiraban a lo contrario, la equivalencia de fuerzas no anuncia necesariamente estabilidad. Más bien todo lo contrario es previsible en Bolivia en tanto que la imposibilidad de la reelección de Morales dinamizará a las fuerzas que lucharán por el control del movimiento oficialista.
Estas fuerzas ya han dado señas de que mantienen su reconocida propensión a la violencia (como acaba de confirmarse con el ataque homicida a la alcaldía de El Alto). Y también han mostrado su proclividad a la corrupción: los malos manejos del Fondo Indígena, las opacas condiciones del multimillonario financiamiento chino y la conducta extravagante de personas cercanas al entorno de Morales han probado ser un efectivo disolvente de la unidad.
De otro lado, la oposición sistemáticamente derrotada desde el 2006 no ha logrado cuajar aún ni una unidad orgánica ni liderazgos con el empuje suficiente para reemplazar eficazmente Morales. Es más, su escaso grado de cohesión parece derivar de manera significativa del antagonismo con el gobernante. Lo ideal sería que luego del triunfo en el referéndum esa oposición lograse un pacto elemental como ha ocurrido con la oposición venezolana (que, sin embargo, es bastante precaria). Los antecedentes y la realidad indican que el conflicto por el liderazgo proliferará también en la oposición boliviana.
Así resulta verosímil la afirmación de que a pesar de que el gobierno de Morales ha logrado, a través de la gestión económica y de políticas de inclusión social, cohesionar aspiraciones de segmentos marginales y hasta promover la emergencia de una nueva clase media (como ha ocurrido en el resto de la región), en ese proceso no ha producido un nuevo pacto social (como, a propósito de la violencia en El Alto, lo afirma el ex-presidente Carlos Mesa).
La posibilidad de que ese pacto cuaje de aquí al 2020, contrariando el diagnóstico que anuncia desorden, es especialmente débil si la economía, que ha brindado un piso de estabilidad en estos años difíciles, empieza a flaquear.
Como se sabe, la economía boliviana es la que más crece en la región (4.5% en el 2015). Esa perfomance supera de lejos al promedio contractivo del área (-0.4%) al tiempo que las reservas internacionales en relación al PBI (47% aprox.) son de las más altas de América Latina y su control de los recursos naturales ha mejorado el potencial de financiación de planes de inclusión y de redistribución de la riqueza (CEPAL).
Y si se compara con economías bien manejadas que la superaban, como la peruana, se constata que la economía boliviana transitó sin mayor daño por la crisis del 2008 y logró afrontar el corte del 2014 con mayor éxito (un desempeño de 5.5%) cuando la caída de los precios de las materias primas y la volatilidad financiera proveniente del exterior tuvieron el mayor impacto en la región (ese año la perfomance peruana cayó de 5.9% a 2.4%) (CEPAL).
Sin embargo, el comportamiento de la inversión en Bolivia ciertamente no es impresionante (el total público y privado fue de US$ 3400 millones en el 2015 según la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (Los Tiempos). En el Perú la inversión bruta fija en el 2015 correspondió a 28.6% de un PBI de aproximadamente US$ 200 mil millones (EY).
De otro lado las exportaciones de Bolivia, distantes por disposición ideológica de una mejor inserción en el mundo vinculada a acuerdos de libre comercio, dependen fundamentalmente de un par de destinos (Brasil y Argentina) y de un producto (el gas) en momentos en que Brasil registra su peor recesión desde 1930 y Argentina registra las limitaciones propias de la apertura ordenada de su economía.
Estos no son señas promisorias. Al respecto el FMI recomienda, de manera similar que para el resto de la región, políticas de adaptación a menores precios de los commodities para consolidar un crecimiento futuro de 3.5%. Ello implicará un ajuste fiscal gradual y una mayor flexibilización del tipo de cambio para una perfomance menor.
El gobierno de Morales tiene acá la opción de seguir gastando con el propósito de ganar las elecciones del 2020 o de mantener la estabilidad que, en el marco del desorden político, ha beneficiado a la sociedad y favorecer así los fundamentos democráticos del próximo gobierno. Lo sensato es lo segundo pero la irracionalidad del ciclo político que se inicia puede derivar por otros rumbos.
Debilitado el ALBA, que tanta oratoria confrontacional inculcó en Morales, la opción de la estabilidad económica gana en sensatez. Pero siempre hay formas de distraer esa disciplina con incursiones disonantes en el escenario internacional sean éstas vecinales o extra-regionales.
Comments