La instalación de gobiernos liberales por la revolución o la guerra quizás no cuente con la aprobación de la opinión pública. Pero históricamente el liberalismo, como otras ideologías, ha encontrado en el uso de la fuerza una forma de cambiar el orden interno de Estados, de regiones y de sistemas internacionales.
Aún descontando las crisis sistémicas, los ejemplos del uso de la fuerza en la fundación liberal de esos Estados y regiones abundan desde la revolución francesa hasta la conformación del orden occidental posterior a la 2ª guerra mundial.
Hoy la apertura de los Estados totalitarios o autoritarios del Norte de África y Medio Oriente pone de manifiesto que el empleo de la violencia en procura de libertades básicas no ha caducado. Más allá del juicio de valor que ello merezca, la evidencia correspondiente está a la vista.
En efecto, desde que, en el 2003 la invasión de Irak por una coalición sui generis liderada por Estados Unidos derrumbara el régimen tiránico de Sadam Hussein esta constante histórica ha transitado, esta vez, de la península arábiga hacia el norte contribuyendo a generar el clima de apertura en las costas africanas y mesorientales del Mediterráneo.
Sin duda que la indetenible ola de acceso a la información impulsada por la revolución tecnológica puede haber tenido mayor influencia que la imperfecta constitución democrática del régimen iraquí o que su origen bélico en los acontecimientos de la zona. Pero a nadie escapa que, a pesar de que los motivos iniciales de la segunda guerra de Irak (la supuesta existencia de armas de destrucción masiva) fueran desacreditados por la desinformación o el engaño, el gobierno norteamericano procedió a redefinir el objetivo como el quiebre del “eje del mal” (Irak, Irán, Corea del Norte al que luego se agregarían Cuba, Libia, Siria) y a afirmar, como gran horizonte estratégico, la organización de un espacio democrático en el Medio Oriente. Y éste se está hoy gestando.
Al respecto nadie olvida los extraordinarios errores tácticos cometidos en la guerra iraquí, el enorme gasto que produjo, el descrédito de la administración Bush y el costo sistémico que ésta implicó para la primera potencia. Finalmente el presidente Obama decidió priorizar el escenario afgano y finalizar la actividad bélica en el escenario mesopotámico en agosto del 2010. Pero apenas cuatro meses después se iniciaba la revolución tunecina.
Aunque atribuir el origen de la revuelta antiautoritaria en ese país al abuso de la policía contra un joven mercader que luego se inmoló públicamente sea difícil de aceptar (como ocurriera antes con las armas de destrucción masiva iraquíes), el hecho es que esa revuelta inició, con extraordinaria rapidez, otro recorrido: ésta vez partió del Norte de África hasta el sur de la península arábiga desestabilizando en el proceso al conjunto de los países árabes del Medio Oriente.
Ciertamente, a ello ha contribuido la antológica pérdida de legitimidad de esos gobiernos, el deterioro social causado por la falta de empleo, la frustración de las expectativas de las clases medias y de una nueva generación de jóvenes que ha alterado la composición demográfica de esos países y, como no, el uso intensivo de las redes sociales.
Si eso es cierto (y quizás sea la explicación fundamental de los hechos revolucionarios en el área), la masiva protesta pública no sólo fue avalada por las potencias occidentales mientras que la brutal represión fue condenada también por ellas sino que de la interacción de esos factores emergió la insurrección popular que los Estados Unidos habían esperado que la invasión de Irak produjera en ese país en el 2003.
Con efecto retardado, ésta se ha producido hoy en toda la región. Y lo ha hecho contra el omnipresente enemigo singular: el sátrapa o el dictador que, en delirios de soberbia o de paranoia, ha respondido con brutalidad extraordinaria. Es probable que la suerte y la figura de Sadam Hussein –el tirano derrotado, humillado y condenado a muerte- haya estado en las mentes de esos millones de ciudadanos libios y sirios que, a pesar de la represión han marchado contra el represor. Y no es increíble que esa imagen se haya instalado también en los jefes de gobierno occidentales que han autorizado el uso de la fuerza externa, más allá de lo permitido por la ONU, para derrocar a Gadafi. No por ello se debe rendir tributo indiscriminado a los efectos ulteriores de acción extranjera en Irak. Después de todo, si las fuerzas revolucionarias no encuentran un líder creíble, un aliado (como quizás el caso jordano) o una institución que la contenga (el caso egipcio), éstas pueden generar violencia internacional en uno de los escenarios más inestables y sensibles del mundo como es el Medio Oriente cuya capacidad de desestabilización global es comprobada. Por ello, si la revolución o la guerra va instalar un orden interno que implique el respeto de las libertades y el buen funcionamiento económico en el Norte de África y el Medio Oriente, la violencia debe ser contenida y apaciguada con la organización eficaz y legítima de gobiernos de carácter liberal en un área cuya población sólo se ha subordinado a la autoridad totalitaria, dinástica o religiosa. La construcción de estados de alguna manera democráticos en esa parte del mundo tendrá un valor estratégico para Occidente pero, más allá de ello, es una tarea que tiene hoy de trascendencia estabilizadora de carácter global.
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