27 de enero de 2006
Ciertamente es una paradoja –pero no una profecía autocumplida- que la expansión del sistema liberal esté llevando al poder a quienes se oponen a él como ocurre hoy en algunos países suramericanos y del Medio Oriente. Al fin y al cabo la emergencia de representaciones étnicas, religiosas o simplemente beligerantes como alternativas a organizaciones partidarias es parte de la fenomenología que los mentores de la denominada globalización -y de su dimensión antinorteamericana- anticiparon hace más de una década.
Por ello el triunfo de la organización terrorista Hamas en las elecciones palestinas no llega con sorpresa aunque sí genera enorme preocupación en la comunidad internacional.
En efecto, la victoria de una organización paramilitar que promueve la destrucción del vecino (Israel), que emplea métodos de lucha vedados por el derecho internacional y que ha sido abrumadora electa (con una mayoría absoluta de 76 asientos parlamentarios sobre 132), se ha producido en elecciones consideradas limpias (con una concurrencia de 78%) y avaladas por intachables observadores y potencias externas. Y a pesar de que los acuerdos palestino-israelíes de Oslo de 1993 prohibían la participación política de organizaciones armadas que desconocieran el derecho a la existencia de Estados o comunidades establecidas, las elecciones han sido internacionalmente legitimadas. Estos hechos ya han generado la renuncia del Primer Ministro de la Autoridad Palestina, Ahmed Qurei, mientras que el triunfador se dispone a formar gobierno con Fatah (la organización en el poder) o sin èl. Es más, si ese reconocimiento lleva consigo los peligros de la posible quiebra definitiva de las negociaciones palestino-israelíes (la “Hoja de Ruta”), el empleo simultáneo de los medios diplomáticos propios de una entidad internacionalmente admitida (la Autoridad Palestina) y los del terrorismo a los que no ha renunciado Hamas y el cuestionamiento del derecho a la existencia del interlocutor, la sensación de que en el Medio Oriente se ha vuelto a producir una estafa mayúscula no puede evitarse. Especialmente si a ésta se suma al peligro nuclear que se origina en Irán y a las inmensas complicaciones que encuentra la radicación de un gobierno sustentable en Irak. El empleo de métodos democráticos para llevar al poder a una organización que jaquea el objetivo estratégico de estabilizar el Medio Oriente y de fortalecerlo con sistemas de gobierno legítimamente representativos presenta hoy en Palestina una fisonomía tan engañosa como la Alemania fascista de los años 30. Aunque la intensidad del drama en ciernes es ciertamente distinto al que presentó esa potencia en el siglo pasado, éste seguramente tendrá consecuencias regionales y globales que agregan inseguridad e incertidumbre donde, luego de los esfuerzos realizados, debería haber hoy más certeza de convivencia civilizada y, en alguna medida, liberal.
Ésta situación empeorará si, desde la perspectiva israelí, el nuevo escenario conduce a la supresión del diálogo con los palestinos, al incremento de la tendencia israelí al “desenganche” en la zona y, por tanto, a la acción unilateral como suponen ciertos medios. Sin embargo, de acuerdo a encuestas rápidas de los medios israelíes la mayoría de la población (48%) desea establecer conversaciones con un gobierno del Hamas mientras un 43% se manifiesta en contra. Si esa respuesta obedece al instinto colectivo de supervivencia o a los usos y costumbres de una zona donde la negociación y la guerra forman parte de la vida cotidiana, no es asunto que importe demasiado a los que ven en la elección de un interlocutor feroz, una oportunidad de progreso (tal como ocurrió con los palestinos cuando Ariel Sharon se decidió por la negociación). Los que así piensan, estiman posible un paso hacia la “paz de los valientes” que podría tener como base la sólida y sangrienta contundencia del pragmatismo realista antes que la pulcra fragilidad del idealismo pacifista.
Para que ello ocurra Hamas debe reconocer el derecho a la existencia del Estado de Israel, abandonar el terrorismo como práctica sistemática y establecer el orden en Gaza y Cisjordania. Así opinan los gobiernos de Estados Unidos, los de Europa y las autoridades de la Unión Europea.
Estas demandas parecieran demasiado pedir si no fuera por que las mismas fueron reclamadas al gobierno del Fatah del presidente Mahmoud Abbas (que continúa en funciones con el apoyo internacional). Éste cumplió nominalmente con los dos primeros requerimientos pero fue incapaz de imponer el orden (y mucho menos de combatir el terrorismo como paso previo a la continuación a las negociaciones de la Hoja de Ruta). Quizás por ello algunos perciben al gobierno del Hamas como un potencial interlocutor “práctico”, aunque no fiable, a pesar de que Israel, Estados Unidos y varios de los países europeos se nieguen oficialmente a entablar negociaciones con éste hasta que no cumpla con los requisitos demandados. Asumiendo que esas conversaciones se puedan poner en práctica (y hasta que pudieran prosperar más rápidamente teniendo en cuenta la capacidad de realización de una organización dura como el Hamas), el hecho es que la situación creada muestra que estamos de retorno de las visiones maximalistas de la gobernabilidad democrática en ciertas regiones. Es posible que Hamas sirva finalmente para el gran propósito de paz – y que represente más verosímilmente a una población frustrada y desorientada-. Pero ello ocurrirá a costa de los principios que califican a los actores democráticos. Y si esto ocurre, como ocurrirá, la democracia como valor y sistema globalmente aspirable, se debilitará. Con ello la tendencia al retorno de las viejas políticas del realismo clásico se intensificará. Los latinoamericanos debemos sacar las conclusiones del caso y curarnos en salud fortaleciendo nuestras instituciones y Estados. Y también previniendo contagios de fuentes de desorden que ya habitan en nuestra región y que pretenderán vigorizarse bebiendo de la inveterada anarquía del Medio Oriente.
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