El Presidente Obama ha proclamado, este 31 de agosto, el fin de las operaciones de combate de tropas norteamericanas en Irak. La culminación de la Operación Libertad, sin embargo, no pone fin a la guerra en ese país (50 mil soldados permanecen en el terreno para facilitar la “transición” de las responsabilidades de seguridad a las fuerzas iraquíes), Irak no parece aún políticamente viable y la superpotencia se mantiene empeñada en Afganistán.
¿Qué se ha ganado entonces? Luego de siete y medio años de actividad militar, pues la esperanza de un Irak estable, de cuyo logro depende ahora la definición de victoria, y el inicio del fin de la sobreextensión militar norteamericana.
El resultado se resume, en consecuencia, en el dudoso aislamiento de uno de los circuitos de ejercicio de la fuerza en el Medio Oriente en un sistema subregional en el que la fuerza es la expresión cotidiana del poder. Y se sintetiza también en la posibilidad de que la primera superpotencia pueda recomponer parte de su poder creíble y prestigio en un contexto subregional y global más inestable que cuando empezó la guerra.
Ciertamente no era éste el resultado esperado cuando, en el 2003, se inició la invasión debido a la intransigencia del régimen de Hussein en transparentar su situación estratégica (la posesión o no de armas de destrucción masiva), las dudas que sobre la existencia de esas armas emergían de la Agencia Internacional de las Naciones Unidas y la certeza que el gobierno norteamericano mostró sobre la existencia de esas armas ante el Consejo de Seguridad en despliegue diplomático casi sin precedentes. Si, a los pocos meses, el objetivo del desarme parecía cuestionable debido a la evidencia de ausencia de ADMs, a la subestimación de las complejidades iraquíes, al empeño inicial relativamente menor (aunque excesivamente tecnológico) de la fuerza invasora (que requería combatir zona por zona y casa por casa) y a la desorientadora labor de inteligencia desplegada, la variación sucesiva de objetivos complicó su realización.
En retrospectiva, (que es la versión fácil del análisis en contraste con la difícil decisión de los se embarcaron en la guerra y que, como nosotros, apoyamos ese esfuerzo que consideramos necesario), quizás no podía esperarse el logro completo de ningún resultado cuando, al cambio de los objetivos bélicos, se sumó el cambio de su contexto (la pérdida de apoyo interno en Estados Unidos y sus aliados, el retiro anticipado de algunos de éstos y una política económica norteamericana inconsistente con el esfuerzo bélico). Ello contribuyó sustantivamente a llevarse de encuentro la voluntad de triunfar a pesar del gran sacrificio que se continuó realizando. El Presidente Obama ha sobresimplificado esta situación cuando recuerda que el objetivo de la guerra apenas cambió transitando del intento de desarme de un Estado al del combate de la insurrección. El cambio de objetivos fue mucho más complejo que eso. Y también más desordenado y desorientador partiendo del inicial marcado por una pésima inteligencia sobre la existencia de armas de destrucción masiva y reemplazado por otro de intervención convencional (el cambio de régimen). Este objetivo, a su vez mutó, al de estabilizar militarmente el país empujado por los requerimientos de la lucha contra el terrorismo y el de la necesidad de reconstrucción de un Estado imprevista por los planificadores.
Si todo ello se planteó en un escenario en el que, además de la lucha faccional y antiterrorista, se interactuaba con la complicación afgana y la intervención iraní, la superpotencia no podía ganar yendo de una meta a otra sin haber consolidado la anterior mientras que las facciones iraquíes empujaban el caos al precio de cavar su propia tumba. Es en este contexto de inestabilidad y oscurantismo en que la evaluación del éxito o fracaso debe medirse. En el marco de la precariedad evidente, esa evaluación debe incluir el proceso de organización institucional y democrática en Irak. Ello se ha expresado en la adopción de una Constitución, la sucesiva e incremental participación popular en elecciones generales, la formación de organizaciones políticas que no sean facciones y la consecuente formación de gobiernos de vocación incluyente.
De otro lado, la base de la economía iraquí –la petrolera- se ha recuperado parcialmente, los servicios públicos continúan desarrollándose y las fuerzas de seguridad iraquíes desempeñan un rol incremental aunque también en el marco de la precariedad.
A lograr la estabilidad de Irak, que ahora dependerá sustancialmente de su propio esfuerzo, deberá seguir contribuyendo Estado Unidos. Sin embargo, si el Presidente Obama ha enmarcado ese apoyo en el ámbito de la “asociación”, el inicio del retiro de los 50 mil efectivos (más el aporte civil complementario) a partir del próximo año no parece consecuente: la reconstrucción de Irak tardará mucho más y el retiro del aporte reconstructor de los aliados no puede justificarse en la afirmación de que la guerra no puede ser indefinida.
La misma observación es pertinente en torno a Afganistán donde la intervención, con el apoyo de la comunidad internacional (y la del sistema interamericano) después del 11 del ataque a Nueva York, lleva ya una década. Si la comunidad internacional apoyó esa guerra en el marco de la lucha contra el terrorismo, ésta no puede desentenderse ahora del esfuerzo. Como tampoco parece sensato que Estados Unidos anuncie su retiro gradual en el futuro cercano.
Si es evidente que la reconstrucción de la economía norteamericana es el interés nacional prevalente en la primera potencia y la corrección de la sobreextensión militar la complementa, el vacío de poder en el Medio Oriente y el Asia Central no es aceptable. Si éste se incrementa, se incrementarán los costos de satisfacción del interés nacional norteamericano si este Estado desea mantenerse, en el largo plazo, como primera potencia.
Pero evitar ese peligrosísimo desequilibrio es también una obligación comunitaria e interestatal. La primera debe expresarse en un incremento del rol de la seguridad colectiva en ese escenario (el Consejo de Seguridad debe pronunciarse) y la segunda en el logro de un nuevo balance de poder (que involucra a grandes potencias y potencias regionales) aunque éste será, por naturaleza, precario. Si el esfuerzo de paz palestino-israelí no es una variable desligada de ese escenario su fracaso también lo será.
América Latina no puede excluirse de la participación en ese esfuerzo en la medida de sus posibilidades. De lo contrario, su reclamo de mayor influencia (especialmente el de sus potencias emergentes) se verá, en no poca medida, cuestionado y eventualmente absorbido por el incremento de la inestabilidad en el Asia Central cuyos mecanismos de transvase son de carácter transnacional (empezando por el narcoterrorismo). Este asunto no es puramente norteamericano.
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