La relación de América Latina con el Medio Oriente tiende a ser vista en la región a través de la lupa del conflicto regional en esa parte del mundo. Éste, a su vez, es percibido como un factor mediático cotidianamente perturbador pero más o menos irrelevante para nuestra política exterior. La distancia geográfica entre estos escenarios y la incapacidad para influirse mutuamente es paralela a la baja prioridad diplomática y de seguridad que esa relación ocupa en nuestras respectivas agendas de política exterior. Es hora de revisar esas premisas.
Es verdad que entre las organizaciones de América Latina y del Medio Oriente no hay una relación directa significativa. Nuestro escaso intercambio comercial y diplomático así lo demuestra. Pero la dimensión subyacente de la relación es y ha sido determinante para la región.
En efecto, a lo largo de nuestra vida prerepublicana el contacto con el Medio Oriente se dio a través de España y de la influencia árabe que ejerció sobre ella la presencia musulmana hasta 1492. Las huellas culturales de ese contacto están impresas en el idioma castellano, en la arquitectura mosárabe, en el mestizaje que se produjo en Andalucía y que se trasladó a América desde Sevilla. Con tanto o mayor intensidad la influencia de la cultura judeo-cristiana contribuyó a organizar nuestra sociedad y dar forma a nuestra entidad política. Como testimonio de esas influencias tenemos hoy la fuerte migración de ambos orígenes cuyos representantes conviven pacíficamente en este continente.
En la perspectiva económica, los vínculos con el Medio Oriente no son traducidos adecuadamente por el comercio ni la inversión, sino por el sistema financiero y el petróleo. Esa vinculación ha sido persistentemente desestabilizadora y generalmente traducida en shocks de carácter sistémico. En efecto, muy buena parte del declive regional se remonta a la década de los 70 cuando la abundancia de petrodólares en el mercado se recicló en la región sólo para transformarse en el problema de la deuda gracias a la política antinflacionaria norteamericana estimulada por los altos precios del petróleo. Ello se reflejó en masiva subordinación financiera a los acreedores y en súbita pérdida de poder multilateral (los productores de petróleo árabes perdieron interés en el Movimiento No Alineado y el Grupo de los 77).
La perniciosa influencia del precio del petróleo sigue siendo hoy un factor de extraordinaria vulnerabilidad e incertidumbre para los importadores netos de hidrocarburos, como el Perú. El impacto de la variación del precio (US$ 10 a fines de los 90, US$ 22-$28 a principos del 2000 hasta bordear US$ 50 el año pasado para regresar hoy a niveles de US$ 40) ha sido extraordinariamente negativo para economías que, como la nuestra, privilegian la estabilidad vía el control drástico de la inflación. A mejorar esta situación no han contribuido sustancialmente los grandes exportadores latinoamericanos: México y Venezuela.
De otro lado, el conflicto del Medio Oriente está en el centro de la agenda de seguridad de las grandes potencias –especialmente de la norteamericana- y en la categorización del terrorismo como la principal amenaza global. Siendo nuestra región –especialmente la andina- vulnerable a ese fenómeno por la presencia en ella de fuerzas terroristas, el conflicto del Medio Oriente contribuye a definir el clima de seguridad en esta parte del mundo. Si la distancia territorial cuenta menos en la definición de este escenario de seguridad, su dimensión global y presencia local concentra no pocos de los escasos recursos que disponen nuestras fuerzas del orden.
A la luz de estas interacciones no es del todo despistado que los presidentes suramericanos vayan a sostenter una Cumbre con sus colegas árabes en mayo próximo. Pero sería un gran error, a la luz de la problemática descrita, que ésta se concentrara sólo en el mejoramiento de los vínculos diplomáticos entre las partes. Peor aún si los mandatarios árabes proponen que los suramericanos avalen su posición en el conflicto del Medio Oriente o pretendan el compromiso de una definición feble de la amenaza terrorista (Oppenheimer). Si esta Cumbre se va a relizar es indispensable que nuestros intereses económicos y de seguridad sean expresados sin atenuantes retóricos, que éstos sean razonablemente satisfechos y que ello no se produzca a costa de nuestra relación con Israel.
Siendo esta potencia parte principalísima del Medio Oriente, la cumbre árabe-suramericana no puede excluir a Israel ni volcarse en su contra. Ahora que el conflicto palestino-israelí está encontrando una nueva alternativa de solución, la asistencia de Isarel como observador a la Cumbre o la realización de otros eventos que lo incluyan será indispensable si no se desea que Suramérica aprezca tomado parte por los países árabes y comprometiendo nuestra relación bilateral con esa potencia. Si la Cumbre se va a realizar que lo haga guiada por el pincipio de inclusión y reflejando la complejidad del escenario en que habita una de las partes.
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