Si la Jefatura del Estado implica también la representación de la Nación su enaltecimiento o perversión afecta al conjunto de la entidad política y de la comunidad social. Puede ser que en el escenario de larga duración en el que se desarrolla el Perú no ocurra ello de manera tan explícita, pero tal es la responsabilidad del gobernante elegido por la ciudadanía.
Fue en ese marco que, hacia el fin del siglo XX, la inmensa corrupción que caracterizó al gobierno de Fujimori y Montesinos llevó a la institución de la Presidencia de la República y, por ende, al Estado, a una situación extrema debilidad. Esa lacra afectó de tal manera al conjunto institucional que la organización política, viéndose afectada por la renuncia del gobernante desde el exterior al tiempo que éste reiteraba su traidor sometimiento a la soberanía japonesa, no fue juzgado por ese caso. La crisis era sistémica.
El gobierno de transición del Presidente Paniagua trajo, al respecto, alivio intensamente requerido al punto que la sociedad asumió que la República había sido finalmente rescatada. Pero en tanto las crisis sistémicas tienen dimensión estructural, éstas superan la buena conducta de quienes operan en su medio hasta que la persistencia de políticas correctivas logra resanar o cambiar los afectados fundamentos estatales.
El soborno por una empresa extranjera aparentemente aceptado por el ex –presidente Toledo nos ha recordado que el paso del tiempo y la práctica de formalidades democráticas no implican el cambio necesario para salir de la crisis institucional. Aunque el delito debe aún ser probado, los indicios y la colusión de actores nacionales y extranjeros involucrados en ese hecho de lesa patria son suficientes para señalar la magnitud del daño deliberadamente causado al Estado.
Siendo el Perú un Estado unitario y presidencialista, ese daño resulta multiplicado por la dolosa acción del ex –presidente afectando también al sistema democrático que permitió su elección. En éste el antecedente fujimorista deviene, por sistémico, en un factor contribuyente de la total pérdida de legitimidad democrática toledista ensombreciendo el conjunto del escenario político de los últimos diecisiete años.
El Presidente Kuczynski en reciente mensaje a la Nación ha dado cuenta implícita de cómo ese delito de lesa patria afecta la institución que él comanda. Al respecto, sin embargo, ha preferido definir la consecuencia de esa problemática sólo como una gran crisis de confianza. Y al anunciar la adopción de acciones correctivas de carácter administrativo y económico ha reducido aún más el ámbito en que se propone actuar.
Sin lugar a dudas la crisis, actualizada por el ex –presidente y su agente corruptor, tiene una inescapable dimensión económica. De ello ya ha dado cuenta el Ministro de Economía al anunciar la reducción de la proyección de crecimiento de este año de 4.8% a 3.8% atribuyendo al “efecto Odebrecht” la mitad de esa merma. Pero ello sólo incluye el hecho material del soborno, no el impacto en la economía del deterioro institucional involucrado.
Cuando éste sea calculado deberá darse cuenta también del inmenso costo político causado. Aunque el Perú tenga un historial reciente de importante mejora de prácticas de gestión pública, el entramado de relaciones entre empresas brasileñas implicadas en aún mayores actos de corrupción en su país de origen (el caso Lava Jato) con específicos empresarios nacionales y actores gubernamentales en múltiples estamentos, cuestionan esa mejora de gestión y configuran el costo adicional que es preciso establecer.
Especialmente si éste implica importante disfunción burocrática, eventual parálisis o merma en ejecución de proyectos sustantivos, ensombrecimiento del panorama de la inversión extranjera directa y eventual incremento del riesgo país (medido en términos que no se reduzcan sólo a la relación deuda/capacidad de pago). Ello refleja lo que los economistas denominarían “fallas del mercado” producidas por “externalidades”.
Por lo demás, si esas “fallas” han complicado la naturaleza del mercado en el sector construcción de infraestructura (un sustantivo factor de crecimiento vinculado al financiamiento externo) y las “externalidades” se expresan en deterioro de la percepción externa del Estado y entraban su mejor inserción también nuestra política exterior habrá sido seriamente afectada.
Y si, en relación con la región, ésta fue orientada a través de una relación “estratégica” con el Brasil durante el gobierno de Toledo se comprenderá el impacto adicional que esta “falla” puede tener. Por lo demás, si la gestión de la obra implicada (un sobrevendido tramo carretero de la carretera Perú-Brasil) termina afectando la muy importante red de proyectos IIRSA (escenario que habrá que investigar en el marco regional del caso Lava Jato) la integración física del Perú con sus vecinos pagará también un costo.
A ello deberá añadirse, para efectos de medición y de acción correctiva, el eventual daño que se haya producido en nuestro proceso de inserción global cuyo objetivo es lograr la incorporación plena a la OCDE. Como se sabe, además de su suscripción, esa entidad reclama adecuado cumplimiento de su régimen anti-corrupción.
De la misma manera debe considerarse el daño producido a nuestro posicionamiento hemisférico por la vulneración del régimen anti-corrupción que debiera gobernar el ámbito de la OEA.
Además de la punición ejemplar del delito cometido cuando se hayan actuado las pruebas, al gobierno corresponde adoptar medidas correctivas en cada uno de los ámbitos señalados, sostenerlas en el tiempo y resarcirse del conjunto de daños sectoriales que el “caso Odebrecht” ha producido.
Esta grave responsabilidad debe ser asumida también por todos los peruanos ayudando a transformar en saneamiento institucional la mera aplicación de justicia.
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