Hace pocos días el fiscal general brasileño Rodrigo Janiot establecía en la TV peruana el status del país en la lucha contra la corrupción: el Perú es, después de Brasil, el Estado que con más esfuerzo ha emprendido esa gesta en el área.
Ese reconocimiento patriarcal habría sido un elogio si no fuera porque en el Brasil el candidato que hoy lidera las encuestas presidenciales es el mismo que encabezó el mayor emprendimiento corruptor en la región de que se tenga memoria. Si el cinismo en esta materia es pasmoso en el vecino, el status que nos asigna Janiot no es bueno.
Especialmente si la corrupción en el Perú no ha dejado de supurar desde que la alianza Petrobras-Odebrecht llegó al mercado peruano de obras públicas acompañado de otras empresas brasileñas deseosas de asegurarse contratos aprovechando la invalidez moral de gobernantes, burócratas y empresarios nacionales.
Es en ese escenario en que la figura del delincuente-delator brasileño, que negocia su pena o logra impunidad, adquiere primacía abriendo procesos comandados por indicios generados por el delincuente mayor: Odebrecht.
¿Es que la justicia peruana debe depender de estos forajidos cuando los rumores sobre sus malas artes eran audibles desde el siglo pasado y suficientes, quizás, para tomar la iniciativa?.
Pocos se habrían rasgado las vestiduras si esa iniciativa se hacía realidad antes de Fujimori porque ya sabíamos que la informalidad empresarial no actuaba en el vacío, que el ejercicio jurisdiccional tenía ciertos modus operandi y que los usos y costumbres del mercado y sus agentes, nacionales y extranjeros, incluían la coima contabilizada como gasto de representación o cobertura de riesgos.
Al respecto, la historia del Perú pudo ser mejor leída y algunos de sus actores convocados a un estrado por lo menos referencial. Pero nuestro Poder Judicial no llamó a nadie a comparecer.
Hoy en cambio, entendemos que la corrupción socava la gobernabilidad, desalienta la inversión e incrementa la desigualdad (ONU). Ello se refleja en grave pérdida de confianza ciudadana, de cohesión social (FMI), debilitamiento de la seguridad y de las instituciones republicanas.
Pero esta alerta ocurre después de que la plaga transmazónica dejó de ser sigilosa y de que su nominalidad desnudara selectivamente al Estado, a la gran empresa, a burócratas ignotos, a los partidos políticos. Y también dejó constancia de su origen estatal brasileño.
Si la corrupción ha existido siempre, ésta es la primera vez que afecta al Perú orquestada sistemáticamente y a gran escala por jefes de Estado extranjeros, articulada por empresas y bancos públicos foráneos e implementada por empresas dominantes de un país vecino.
Ese ataque al Estado peruano no se va a aliviar mediante los esfuerzos del Sr. Janiot y sus colegas. Se requiere una explicación formal del Estado brasileño solicitada enérgicamente por el Estado peruano además de las compensaciones del caso. Y, teniendo en cuenta las disposiciones ad hoc de la ONU y la OEA, que el señor Lula sepa que será demandado.
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