Desde que en 1972 la Conferencia de Estocolmo instaló en la agenda multilateral el problema ambiental, la preocupación colectiva por procurar soluciones a este asunto global se ha incrementado notablemente.
Así, luego de que, el concepto de desarrollo sostenible reemplazara parcialmente a la fracasada aproximación colectiva al desarrollo de los años 70 y de que la Cumbre de la Tierra de 1992 (Río) facilitara la Convención Marco sobre Cambio Climático, la conciencia comunitaria sobre los “global commons” avanzó en busca de resultados.
Uno de ellos fue el acuerdo de Kyoto de 1997 (de vigencia posterior) que pretendió compromisos de reducción 5% hacia el 2008-2012 (con base en 1990) de emisiones productoras del efecto invernadero por los principales generadores.
Ad portas del vencimiento de ese acuerdo, y de que el Panel Intergubernamental de la ONU sobre Cambio Climático concluyera en la necesidad de contener el calentamiento global en 2º C para que el 2050 no sobrepase el umbral del desastre, la reciente Cumbre de Copenhague (COP 15) debía comprometer a los principales emisores (desarrollados y en desarrollo) a precisas reducciones adicionales, a pactar colectivamente una agenda de mitigación y adaptación para los demás y a una gestión adecuada de los fondos necesarios para estos fines.
Esos compromisos no se han concretado en los niveles que la ONU consideraba elementales para que la comunidad internacional tuviera éxito en Copenhague. Aunque aún no se ha publicado el documento final de la conferencia, lo que existe es una vaga ratificación general del compromiso por evitar un calentamiento superior a 2º C, la disposición no cuantificada de las economías mayores a reducir sus emisiones, la oferta de US$ 30 mil millones para atender problemas de adecuación de corto plazo y la consideración de US$ 100 mil millones para mitigación y adecuación en el largo plazo (The Economist).
Este resultado, que deberá revisarse en el 2010 en México, es considerado como un “fiasco” por los países en desarrollo (así lo expresó el Ministro del Ambiente del Perú) y como un avance mínimo que permitirá progresar en el futuro por otros. Más allá de los calificativos, el hecho es que si los objetivos de las autoridades de la ONU no se han logrado, la COP 15 ha sido, efectivamente, un fracaso de carácter multidimensional.
Y lo es porque si el problema del calentamiento global constituye una amenaza a la seguridad común, la falta de consenso concreto en la materia incrementa considerablemente los niveles del riesgo correspondiente. Por lo demás, si el trato colectivo de ese problema es uno de los define el status de la diplomacia multilateral, se puede concluir que ésta ha desmejorado agudizando los problemas que presentan sus otros ejes dinamizadores (la Ronda Doha que sigue estancada y la redefinición del régimen financiero global que, luego de una auspiciosa coordinación económica correctiva, ha perdido impulso regulador). Finalmente, el fracaso de Copenhague confirma que la utopía trasnacional de la gobernabilidad global es incapaz de superar la realidad de los obstáculos interestatales.
Si ello agrega complejidad a la amenaza del calentamiento global, los riesgos para la comunidad internacional serán aún mayores si en México la agenda de la COP-15 no logra concretarse. En efecto, si los intereses comunes sobre los que hay consenso no son satisfechos por el compromiso real de los Estados corresponsables, la posibilidad de que un nuevo enfrentamiento sistémico del tipo Norte -Sur (pero incluyendo esta vez a segmentos del Sur en el Norte en un escenario mucha más yuxtapuesto) e impulsada por la radicalización de la ideología ambiental podría estar tocando la puerta.
Si estos desafíos van a ser prevenidos, los contaminadores principales deben comprometer las ofertas esbozadas evitando el alto grado de condicionalidad recíproca (Estados Unidos estaría dispuesto a reducir más 14% o 17% si China se compromete a un esfuerzo efectivo para materializar un retórico 40% mientras que la Unión Europea se situaría en los alrededores del 30% si los demás ceden y así, sucesivamente) y los años base deben clarificarse (algunos asumen 1990 como punto de partida y otros el 2005) por lo menos.
Si a estas alturas el riesgo ambiental es real (a pesar del debate generado por los “negacionistas”), no afrontarlo no sólo afectará a la comunidad internacional, sino que agudizará el conflicto en el sistema internacional.
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