Dependiendo de sus causas los aniversarios públicos reviven la satisfacción de un éxito o el malestar de una derrota. En general, son motivos de reflexión pero también de congregación emocional. Al compás de estas dualidades las sociedades y los Estados pueden progresar o involucionar.
Ayer el mundo recordó dos de estos acontecimientos de gran impacto internacional: el golpe militar en Chile y el ataque terrorista a Nueva York. Ambos fueron celebrados en contextos de desavenencia incrementada o atenuada por los medios de publicación. En el caso del aniversario del golpe militar chileno, pareció prevalecer el cuestionamiento de las fuerzas que reaccionaron frente a un gobierno que perdió su rumbo mientras que el que lo siguió que abrumó más el tejido social en el intento de restaurar el Estado. En efecto, el recuerdo del fin del gobierno de Salvador Allende se celebró en Chile en espíritu de disenso. Las remembranzas paralelas recordaron las respectivas justificaciones. Unos exaltando el espíritu justiciero de un gobierno corrosivo y el fin heroico de un presidente tan admirado por sus partidarios como incapacitado para reencauzar su país. Otros, justificando nuevamente el golpe y minimizando de alguna manera las acciones de un gobierno que magnificó la represión para restablecer un orden desfondado. Ello ocurre ad portas de una elección presidencial que confrontará a dos candidatas que son hijas de militares. Una de ellas padeció cruelmente el golpe y la otra está vinculada con quien compartió responsabilidades en el mismo. ¿De ello se puede concluir que la campaña electoral en un Chile democrático se llevará a cabo en un clima que, de no haber un pacto de renovado entendimiento, llevará consigo la exaltación pasional de lo ocurrido entre 1970 y 1973? Quizás sí. Ello no sea bueno para Chile. Pero es decisivamente malo para la región. Y lo es porque las políticas liberales emanadas de la dictadura contribuyeron a establecer, en el ámbito de la gran crisis económica de la década de los 80, un consenso regional que empezó a resquebrajarse con la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela. Fueron esas políticas, tanto las económicas de apertura como las de recuperación democrática, las que contribuyeron a establecer un nuevo horizonte para América Latina cuya viabilidad magnificó su contraste con la otra gran revolución latinoamericana de la Guerra Fría: la cubana indesligable del dictador Fidel Castro.
Popularizadas como “neoliberalismo” y etiquetadas como “el Consenso de Washington” esas políticas económicas permitieron una mejor inserción regional en el mundo, el intento -inacabado aún- de replantear los términos de la integración regional y el fuerte crecimiento nacional sustentados en verdaderos fundamentos de largo plazo. La conjunción de estos atributos otorgó a esas políticas credibilidad interna e internacional.
En otro ámbito, estas políticas que pasaron por diferentes experiencias de fortalecimiento institucional y que contribuyeron a ampliar el ámbito internacional del liberalismo, alcanzaron su punto zenital con el consenso hemisférico sobre defensa colectiva de la democracia representativa. Ese consenso concluyó con el autoritario nacionalismo de Chávez y de su esfera de influencia que las cuestionó primero y pretendió destruirlas después. Chile, bajos los gobierno de la Concertación socialista-demócratacristiana y de la Alianza, mantuvo la parte esencial de estos consensos. Sin embargo, el formato de las próximas elecciones puede erosionar esa herencia. Especialmente si los protagonistas son influidos más allá de lo razonable por los acontecimientos de los años 70.
Ayer también se celebró un aniversario más del ataque de Al Qaeda contra las Torres Gemelas. Esta agresión, enormemente destructiva, congregó la solidaridad global con los Estados Unidos y el reconocimiento universal de la amenaza terrorista.
Pero hizo más que eso: la política exterior de la primera potencia, cuya última actuación bajo condiciones de normalidad fue la suscripción en Lima de la Carta Democrática Interamericana, se concentró en la “guerra contra el terrorismo” otorgando al ámbito de la seguridad y de la defensa una prioridad muy superior a la de los demás capítulos de su política exterior.
Ello no ocurrió sin participación regional en tanto el foro interamericano convino en que, a la luz de las terribles circunstancias, Estados Unidos disponía del derecho de legítima defensa. Ello agregó legitimidad adicional a la acción que permitió atacar a Al Qaeda en su sede principal: Afganistán.
Luego, bajo el predominio del ámbito de la defensa y del “mind-set” de la amenaza principal (que armas de destrucción masiva cayeran en manos terroristas y/o de estados fallidos u hostiles a Estados Unidos) llevó a la legítima conminación a Irak para que éste que declarase la existencia de material relacionado con armas de destrucción masiva y que, de no tenerlo, ello fuera certificado por la ONU (la Agencia Internacional de Energía Atómica). El Consejo de Seguridad de la ONU fue sujeto principal de esas demandas. Cuando Hussein se negó a cooperar, el “mind-set” norteamericano concluyó que las armas existían y que las resoluciones del Consejo facultaban el emprendimiento de una acción bélica sin mayor trámite mientras otros miembros permanentes reclamaban una autorización especial para ello.
Una grave disensión en el seno de la ONU se instaló entonces y Estados Unidos pasó a dirigir la acción “unilateral” a pesar de que ésta congregó a buena parte de la opinión pública internacional y a una “coalición de los dispuestos”. La historia posterior es conocida: al no encontrarse las armas buscadas, el objetivo del ataque cambió y el desprestigio del aparato de seguridad norteamericano escaló a cotas sin precedentes. El Presidente Obama, que se había opuesto a la intervención en Irak, recibió el Premio Nobel por su declarada vocación de consulta y su disposición a recuperar la instancia multilateral zaherida por el presidente Bush. Hoy ha sido ese presidente el que ha tentado el “unilateralismo” nuevamente.
Sin embargo, bajo la sombra del aniversario del 11 de setiembre, ese presidente ha permitido, de momento, una salida razonable a los graves acontecimientos en Siria proporcionada por la diplomacia rusa. Ésta debe dar resultados que lleven al voluntario desarme químico de Siria y luego a una solución pacífica de la guerra civil en ese país.
De no ocurrir así, el “mind-set” del aniversario del 11 de setiembre puede volver con fuerza al gobierno norteamericano a pesar de la oposición de la mayoría de la población.
Comments