El presidente Chávez acaba de echar por la borda la oportunidad de desempeñar un rol constructivo en la región. Anteponiendo su incontenible ánimo desestabilizador a los derechos de los secuestrados por las FARC ha convertido un aparente esfuerzo humanitario conjunto (el de Colombia y Venezuela) en una operación de mediática y a ésta en una amenaza regional y global.
No de otra manera puede calificarse la iniciativa chavista de otorgar el status de beligerancia a una organización narcoterrorista definida como tal por potencias centrales y reconocida en esos términos, aunque no de manera explícita, por un número de países latinoamericanos. De esta manera, el presidente Chávez ha mostrado que lejos de haber atenuado su disposición intervencionista a través de organizaciones y de Estados afines en la región y fuera de ella, la ha incrementado para incluir ahora a entidades que plantean una amenaza letal a Colombia, a sus vecinos y a los que luchan contra el terrorismo de alcance global.
Así, la nueva arremetida de Chávez, que ha equivocado la evaluación de su reciente derrota electoral y la pérdida de prestigio iberoamericano, no ha sido planteada sólo a favor de las FARC sino contra Colombia (a cuyo presidente ha conminado públicamente ha otorgar el tramposo reconocimiento). Al hacerlo, ha incrementado el nivel de confrontación con ese Estado al tiempo que anuncia trato privilegiado con el narcoterrorismo el que, a su vez, ha intentado "reivindicarlo".
Tal iniciativa abre un nuevo frente de inseguridad en la región que debiera ser confrontado por todos sus miembros mientras Venezuela pierde credibilidad mediadora y genera mayor desconfianza.
Por lo demás, mientras las FARC no se desligue del narcotráfico y deje de emplear el terror para lograr resultados políticos (el secuestro es claramente uno de sus instrumentos) no existe posibilidad jurídica ni política de que se le otorgue el status propuesto. En efecto, las FARC no representan una nación, ni lucha contra una fuerza colonial ni combate contra una dictadura para que ese status le pudiera corresponder. Esa organización armada de 17 mil hombres combate contra una nación civilizada, contra un Estado independiente y contra una república democrática que tiene reconocimiento universal. Si para ello controla territorio, el carácter de ese dominio tiene hoy connotación criminal.
Y ciertamente está lejos de asemejarse al Frente Sandinista que, antes de su descomposición, luchó contra una dictadura y obtuvo reconocimiento político internacional con el propósito de apurar el fin de la guerra y también la salida de Somoza.
De otro lado, las FARC no necesitan el reconocimiento del status que desea Chávez para negociar. El gobierno colombiano ya lo ha hecho varias veces de manera directa en procesos cuya frustración no le puede ser plenamente atribuído.
En lugar de intentar legitimar a las FARC, y por consiguiente, al narcoterrorismo el señor Chávez debiera emplear sus extraordinarios contactos para reclamar la liberación de todos los rehenes de manera unilateral o a través de un intercambio humanitario. Es más, los Estados latinoamericanos que no han deseado calificar oficialmente a las FARC como organización narcoterrorista harían bien en reemplazar a Chávez en ese reclamo.
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