Si la complejidad del contexto internacional que el presidente Luis Inacio Lula da Silva describió el 1 de enero cuando tomó posesión del cargo por segunda vez puede resumirse en la interacción del crecimiento económico con el conflicto, su política exterior puede definirse, según él, en una palabra: éxito.
La base de esa afirmación se organiza en torno a la percepción de que el Brasil ha mejorado su inserción externa de manera “creativa” en los últimos cuatro años. Y, por lo tanto, el Canciller brasileño, Celso Amorim, no sólo continuará en el cargo sino que no cambiará nada limitándose a realizar ciertos ajustes de intensidad.
En apariencia éstos se efectuarán en la plataforma de sustento de la política exterior brasileña: la relación con Suramérica con especial énfasis en la consolidación del MERCOSUR y de la Comunidad Suramericana de Naciones (1).
En el ámbito multilateral, que para Brasil como para otros países de la región, parece ser tanto un principio de acción como un instrumento de política exterior, los esfuerzos realizados hasta el momento continuarán.
Ello se expresa arquetípicamente en la consolidación del Grupo de los 4 (Brasil, Alemania, Japón, India) para lograr la aún lejana reforma del Consejo de Seguridad de la ONU que permita la membresía permanente a estas potencias. Y también en la cohesión eficiente del Grupo de los 20 para lograr éxito de la Ronda Doha cuyo quid pro quo es la eliminación de los subsidios a la producción y exportaciones agrícolas (de Estados Unidos, la Unión Europea, Japón) a cambio de mayor apertura del mercado de bienes no agrícolas de los países que el G20 representa.
Aunque se trate de cuestiones distintas, esta afirmación multilateral y la plataforma suramericana podrían permitir la reconsideración de una posible negociación comercial con Estados Unidos y con la Unión Europea. Con el primero el marco ALCA no se estima, en apariencia, como inexistente sino como modificable hacia un formato en el que el MERCOSUR y no Brasil será el interlocutor. Esto ya ocurre con la UE.
Dentro de su especificidad, las relaciones con otras potencias, como China, se benefician también de ese doble sustento global y regional a manera de soportes interactuantes antes que de pilares de plena singularidad y autonomía.
Si el posicionamiento regional del Brasil tiene entonces esa dimensión global, el Canciller Amorim debiera poder incluir mejor y más explícitamente la dimensión andina de Suramérica como complemento esencial del MERCOSUR. Ello no sólo no viene ocurriendo sino que el ejecutor de la política exterior brasileña da pie a la percepción pública de que la integración suramericana consiste en la expansión de ese organismo subregional antes que en la convergencia con otro preexistente (la CAN, a pesar de sus muy graves problemas).
Aunque la convergencia ya está normada, el hecho es que no sólo los países andinos tienden a adherirse singularmente al MERCOSUR como miembros plenos (el caso de Venezuela y, próximamente, el de Bolivia) sino que esa tendencia parece ser estimulada por el Brasil. Con una característica adicional poco feliz: la atención particular que recibe Venezuela.
En efecto, lejos de contener o de intentar absorber normativamente a ese Estado, la política exterior brasileña parece dispuesta a permitir, y hasta justificar, de manera inmatizada los excesos internacionales del gobierno del presidente Chávez.
Esta disposición, por lo demás, llega al punto de generar la impresión de que la relación del Brasil con la subregión andina se limita a atender las demandas de Venezuela y de Bolivia (2) al margen de las premisas geográficas de la política exterior de ese país: tener relaciones constructivas con la totalidad de sus diez vecinos.
En el proceso, la política exterior brasileña parece obviar también otro de sus elementos de identidad básicos: la idea de “nuevo occidente” que políticamente se expresa, más allá de la dictadura militar que padeció ese país, en una organización democrática adecuadamente sustentada.
El Presidente Lula ha definido ese sustento: la democracia participativa, como expresión de movimientos sociales, es complementaria de la representativa. Aunque ésta es una consideración que contradice parcialmente lo establecido en la Carta Democrática interamericana y en la cláusula democrática del MERCOSUR, ciertamente no es un aval al rechazo de la democracia representativa como piedra fundamental del orden interno en los países de la región. Y sin embargo, la política exterior brasileña prefiere obviar ese punto en su relación con Venezuela.
Al hacerlo, alienta el impulso fragmentador del presidente Chávez y coloca a aliados estratégicos del Brasil, como el Perú, en una situación incómoda y disminuida frente a la ola revisionista que recorre la región. Si a ello se agrega el escaso dinamismo con que marchan los mecanismos de integración física fundamentales (los tres proyectos viales del extraordinario programa IIRSA), una inversión que en los próximos años pretende recuperar el paso con insuficiente US$ 1600 millones (Gestión), un comercio bilateral que sigue siendo norte-sur y unas relaciones de seguridad en el que las que el Perú no logra aún desarrollar plenamente, se comprenderá que el Canciller Celso Amorim debiera procurar algo más que corregir la intensidad de la relación de su país con sus socios suramericanos.
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