18 de Diciembre de 2006
Lejos de atenuarse, la inestabilidad política boliviana se ha incrementado en el último año. Si, por el origen antisistémico del gobierno ésta era previsible cuando asumió el cargo el presidente Evo Morales, la intensidad de la polarización interna que éste ha provocado está lejos de satisfacer la esperanza congregante que despertó en algunos el triunfo por 54% de los votos y el alto nivel de aceptación que lo siguió.
En efecto luego de que el desorden y la movilización popular liderada por el congresista Morales obligaran a la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y los breves y hereditarios gobiernos de los señores Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez Veltzé culminaran sin éxito, la elección del presidente Morales se presentó como una reivindicación para el denominado “sector indígena” y como un factor de legitimación del liderazgo político para los que votaron por él sin necesariamente concordar con sus planteamientos. Pero el mestizo presidente no sólo no ha logrado que la mitología indigenista que ha deseado reinventar identifique cohesivamente a la nación boliviana sino que ha fracasado en la consolidación de un Estado que decidió “refundar”. Y en el proceso ha arrastrado a su país a una confrontación social mayor que tiene un sustento en la división territorial como factor agravante interno y al movimiento cocalero como agente dinamizador adicional.
A esa masa crítica desintegradora debe agregarse la dinámica divisiva que imprime la presencia venezolana en Bolivia, el intento de establecer vínculos extraregionales inconducentes (Cuba, ciertos países africanos) y el desafío de la disposición benigna de los Estados occidentales que prestan ayuda a Bolivia (a los que Morales agredió verbalmente en su toma de posesión).
El quinquenio de inestabilidad creciente al que se aproxima Bolivia ya no es, en consecuencia, sólo una fuente de incertidumbre que sus vecinos intentan atenuar a través de la interlocución prioritaria (Chile), la negociación sui generis a pesar de la afectación de intereses (Argentina que afrontó el justo reclamo de mayores precios del gas en posición de debilidad), la relación protectora a pesar de la disposición confrontacional del presidente Morales (Brasil que fue sorprendido por la nacionalización de Petrobras) o el intento diplomático de elevar el status de la relación bilateral a pesar de la indiferencia política boliviana (el Perú, que puso en vigencia una acuerdo de “integración profunda” sin demasiado interés del gobierno con sede en La Paz). Para esos Estados, la incertidumbre boliviana ha devenido en el riesgo creciente que despierta el peligro del vacío de poder generado por una confrontación interna o la alternativa irradiante de los movimientos autonómicos bolivianos. En el Perú la cautela debe ser mayor por el peligro que implica la proyección de fuerzas desestabilizadoras transnacionales (la organización del movimiento cocalero que es baluarte sindical del presidente Morales y la influencia indigenista con que puede empezar a manifestarse el reclamo autonómico de los departamentos del sur especialmente expuestos a los remanentes de la subversión local con implante o apoyo externos).
Estamos seguros de que las autoridades bolivianas no ignoran estas preocupaciones. Pero, sea por su predisposición a redefinir la excepcionalidad nacional (de cuya mitología hasta el canciller Choquehuanca ha dado evidencia notoria) o por la tendencia creciente a alejarse de la prudencia en la toma de decisiones para privilegiar el juego de poder interno, esas preocupaciones no parecen despertar mayor inquietud en la autoridad boliviana. Y menos podrán hacerlo mientras la originaria disposición a “refundar el Estado” retroalimente la inclinación a destruirlo estimulando las diferencias entre ciudadanos de derecha e izquierda identificados geopolíticamente con los de “las tierras altas y las del llano”. En el primer caso, la acción del partido oficialista no se reduce a desmesura en la nacionalización de los hidrocarburos, a la convocatoria “originaria” de la Asamblea Constituyente (ambos compromisos pre-electorales) o al copamiento del Ejecutivo que se proyecta sobre el Congreso y la Asamblea Constituyente. La medida del ánimo de control es acá diáfana y escandalosa: el recurso al cambio de reglas cuando éstas son insuficiente para asegurar el control de los procesos decisorios. Así, la mayoría oficialista ha procedido a establecer la mayoría absoluta (50% más uno) en lugar de la mayoría calificada convenida como norma primigenia (2/3) para aprobar la Constitución.
Esta flagrante violación de la metodología con que se aprobará la ley de leyes que establece el orden interno (algo a lo que tampoco la OEA desea prestar atención) atenta contra él tanto como la disposición de los departamentos del Oriente que desean establecer una autonomía de facto si sus reclamos de autogobierno no son atendidos.
En esta contradicción básica entre un gobierno central que apoya una Asamblea Constituyente “originaria” que incumple sus reglamentos antes de proclamar la norma fundamental y los “cabildos abiertos” regionales que violan la ley al establecer por sí y ante sí, aunque por aclamación popular recogida en referendum, la ley que los rija se resume la tragedia confrontacional que el señor Morales ha estimulado y que, en tiempos no muy lejanos, habrían conducido ya a un conflicto civil de mayor escala. Ciertamente no es ésta la mejor forma de “refundar un Estado”. Menos cuando las condiciones democráticas y económicas del continente permiten una mayor participación de los actores sociales. Y tampoco es una manera de aprovechar el ciclo expansivo de la economía mundial de la que todos los países de la región se están beneficiando.
Así, si Bolivia crecerá este año 4.5% según la CEPAL, no lo hará por crecimiento de la demanda o la inversión internas como algunos de sus vecinos, sino por influencia de los precios internacionales de hidrocarburos y minerales. Esta forma de crecer ciertamente incrementa el riesgo de una economía vulnerable a la demanda externa a pesar de que las reservas monetarias se hayan incrementado en 60%, la deuda externa se haya reducido en 35% y la inflación no supere 4.5%. El riesgo es todavía mayor si se considera que los mercados de exportación estarán afectados en pocos meses por el vencimiento de la reciente prórroga del ATPDEA y por las dudas que despierta en la CAN la participación boliviana en la negociación del futuro acuerdo de asociación con la Unión Europea.
Si esos vínculos son afectados, la economía boliviana quedará arrinconada en el Cono Sur mientras la inestabilidad creciente arriesgará su viabilidad estatal aún más. El presidente Morales y sus partidarios deben corregir la ruta que los lleva a este destino a la brevedad.
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