18 de mayo de 2005
Cuando en marzo pasado el presidente Mesa presentó su renuncia revocable ante el Congreso boliviano, el rechazo de la misma fue acompañada de varios acuerdos orientados a asegurar términos mínimos de gobernabilidad en el país hermano. Hoy uno de esos acuerdos -la promulgación de una “razonable” ley de hidrocarburos- se ha llevado a cabo no sólo con la oposición de casi todos los agentes económicos y sociales -incluyendo el “desacuerdo conceptual” del propio Presidente- sino bajo condiciones de ingobernabilidad similares a las de marzo pero radicalizadas en sus contenidos.
En efecto, la movilización que asedia a La Paz, el bloqueo de las principales carreteras y el escalamiento de la reivindicación nacionalista de los movimiento emergentes considerados perdedores hace un par de meses, hoy presionan por la nacionalización de los recursos energéticos, por la renuncia del Presidente y por el cierre del Congreso (la COB). Las masas han superado al MAS de Morales. Como dinamizadores de las fuerzas de fragmentación del Estado boliviano, estos representantes altiplánicos han sustituido a las movilizaciones autonómicas orientales de principios de año.
Y si las tensiones internas reflejadas en esa confrontación han impedido un debate que resultara en una ley de hidrocarburos “razonable”, la indiposición presidencial a sostener -mediante el veto, la observación o la enmienda-, su “rechazo conceptual” a la norma ha contribuido a ese resultado en similar proporción a la incapacidad cohesionadora del Congreso.
Como consecuencia de la falta de autoridad de las instituciones públicas, las fuerzas sociales -excitadas por reivindicaciones económicas ciertamente más apremiantes- han vuelto a levantar la bandera del gas como en octubre del 2003 para superar los términos del referendum de julio del 2004. En esa demostración de democracia directa, la ciudadanía respondió afirmativamente a la pregunta sobre si deseaba la aplicación de regalías y/o impuestos para que ésts “llegaran” al 50%.
En medio de las fuerzas encontradas, la ley aprobada hay ido más allá estableciendo un arribo no progresivo de esa carga al 50% (18% de regalías y 32% de impuestos) superando ese nivel en tanto persisten los impuestos a la renta y a la remisión de utilidades. Por lo demás, se establece la adecuación compulsiva de los contratos suscritos bajo la ley anterior.
Las consecuencias externas han sido las previsibles: las empresas petroleras amenazan con enjuiciar al Estado, los gremios anuncian la retracción de la inversión extranjera y cuestionan la viabilidad del país, los Estados importadores de gas (Argentina y Brasil) muestran preocupación y los multilaterales encargado de la cooperación expresan desasosiego. Si esa retracción ocurre el gas boliviano ciertamente tardará algo más que un tiempo largo en salir por Ilo.
Y ello ocurre mientras los cocaleros y mineros se disputan el derecho a bloquear carreteras vitales, los representantes de los departamentos que albergan las reservas de gas aguardan hostilmente el referendum autonómico, el Presidente advierte sobre los peligros de la fragmentación, la Fuerza Armada llama a la unidad nacional y los rumores de golpe de Estado deben ser desmentidos. Como resultado el Presidente anuncia que administará el cumplimiento de la ley. La interpretación de esa afirmación quizás agregue alguna cota más de desorden.
Es posible que -mientras no se afecten los hiperinnovados usos de la democracia directa- la erosión progresiva del Estado boliviano sea un asunto interno. Pero el vacío de poder que se crea en este país hermano es de natural y creciente preocupación subregional. Especialmente en el Perú donde la erosión institucional y la emergencia social no pueden soslayarse. Quizás nuestra política exterior debiera atender este intenso desafío presente en lugar de dejarse absorber por otros algo más pretéritos.
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