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Alejandro Deustua

Alcances Atípicos de un Acuerdo de Cooperación Militar “Normal”

13 de Octubre de 2006



El Estado boliviano, como cualquier otro, tiene perfecto derecho a pactar la cooperación de defensa que sus autoridades estimen conveniente para garantizar su supervivencia. Pero como cualquier otro Estado sus interlocutores, en épocas de paz, esperan que aquélla sea prudente y que no genere desconfianza ni inestabilidad en un contexto de fuerza que rara vez puede ser paritario.


Una de las formas de realizar este objetivo es resguardar la calidad geopolítica del Estado boliviano impidiendo que actores exógenos, disfuncionales o inamistosos se incorporen a su espacio de influencia alterando su balance. Ello es especialmente importante para un Estado que tiene proyección directa sobre el área pivote suramericana.


Lamentablemente, la posibilidad de que el convenio complementario de cooperación en materia de defensa suscrito por Bolivia con Venezuela en mayo último abre la posibilidad para que la presencia o la influencia de fuerzas venezolanas en el área en cuestión incremente la densidad disfuncional de la alianza política de Bolivia con esa potencia (y con Cuba) en el corazón suramericano. En tanto estos Estados (el venezolano y el cubano) son agresivamente antisistémicos, titulares de una política exterior que genera alta fricción regional y, por tanto, tienden a la fractura de la cohesión hemisférica, las autoridades bolivianas han agregado inestabilidad en Suramérica al suscribir ese convenio. De esta manera, el incremento de su capacidad de poder, que ciertamente es baja, se torna en inversamente proporcional a su capacidad de generar confianza y estabilidad en la zona y con sus vecinos. Como es evidente, este resultado es menos producto de la calidad del convenio –que es sumamente impreciso- que del tipo de interlocutor que lo suscribe: Venezuela es hoy una potencia caribeña, mercantilistamente petrolera y de vocación antioccidental, con intensos y evidentes vínculos con los actores más radicales en los principales centros de conflicto regional (Irán en el Medio Oriente, Corea del Norte en el Asia). Si su fuerte relación política con Bolivia agrega una relación militar con disposición de presencia que es extraña a la zona, la complejidad del problema de seguridad en el área se incrementa. Especialmente si Venezuela deviene en correa de transmisión de conflictos extraregionales a Suramérica.


Ello ciertamente no ayuda a una buena relación vecinal a pesar de que el convenio sea considerado como “normal” por éstos (como, al parecer, lo entiende el Ejecutivo chileno). La “normalidad” de ese instrumento puede ser nominalmente cierta si no fuera porque el activismo venezolano tiene el potencial de, si la autoridad boliviana lo permite, alterar, además, la naturaleza y función de la fuerza armada boliviana. Ello podría ocurrir si la autoridad boliviana decide recibir de la institucionalidad chavista cooperación que, bajo influencia de esta última, modifique el marco legal, la estructura y los sistemas de formación e información de las fuerzas armadas bolivianas y/o permita mayor participación de aquélla en la “gestión de crisis” o promueva la estandarización e interoperatividad con una fuerza armada cuya doctrina militar está comandada por un objetivo político contrario al del resto de la región. El artículo 4 del convenio en cuestión lo permite y la política exterior venezolana también (el embajador de Venezuela en Bolivia, a la busca de una nueva oportunidad de intervención, acaba de asegurar que su país defenderá con sangre la “revolución” boliviana mientras el presidente Chávez ha anunciado que hay un golpe de Estado en marcha contra ese gobierno).


Por lo demás, la proyección boliviana hacia Argentina y Paraguay podría alterarse geopolíticamente si el puerto que podrá construir en la cabecera del Paraná-Paraguay supone presencia militar o de otra naturaleza que altere el acceso a esa hidrovía vital para el desarrollo del área (Santa Cruz exporta por ella una sustantiva parte de su producción agrícola y el Perú tiene allí un derecho portuario establecido en los Convenios de Ilo suscritos a principios de la década pasada). Eso es posible bajo el artículo 6 del convenio venezolano-boliviano.


Más aún, la planta procesadora de asfalto que contempla el artículo 7 de ese instrumento bien podría potenciar la presencia político-económica de PDVSA en un marco militar a costa de otras empresas estatales o privadas. Es indiscutible que todo ello es derecho del Estado boliviano. Pero no es menos cierto que el ejercicio imprudente de ese derecho puede preocupar, con razón, al Perú. Especialmente si Venezuela adquiere alguna influencia en la construcción o mejora de bases o fuertes militares en la frontera altiplánica, si sus servicios de inteligencia se fortalecen en un escenario boliviano fuertemente convulsionado y si el conjunto de esta fenomenología es consistente, como lo sostuvimos algunos, con el tipo de fuerza que obligó a la renuncia de Sánchez de Lozada en el 2003. Si la fuerza armada boliviana, que tiene vínculos estratégicos y tradicionales con la peruana, puede ser influenciada de esta manera, el Estado peruano, a través de los canales adecuados, tiene el derecho de esclarecer con la autoridad del vecino cuáles son los alcances de esa eventualidad. Si la relación de confianza y de estabilidad en el área está en cuestión, ésta debe poder ser restablecida.

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