Con anterioridad al 11 de setiembre del 2001 Estados Unidos ya consideraba al terrorismo islámico como una amenaza real. Pero a partir de los ataques perpetrados contra el centro del poder político, militar y financiero de la primera potencia una nueva forma de guerra requirió su mayor esfuerzo nacional, redefinió los términos de su aproximación al mundo y reformuló su estrategia de seguridad nacional. Sin abandonar compromisos en otras regiones (aunque sí, atenuándolos), Estados Unidos concentró su mayor atención en Asia Central y planteó los nuevos parámetros estratégicos de la “guerra contra el terror”: a) se está al lado de la primera potencia o se está con los terroristas; y b) pelear afuera para no tener que hacerlo adentro.
A la luz de la solidaridad occidental con el pilar central de esa civilización tales términos fueron obviamente maniqueos. Más aún cuando el terror islámico proliferó atacando salvajemente desde Madrid y Londres hasta Indonesia con una letalidad global que no podía ser subestimada.
Así, desde el primer momento Estados Unidos recibió el apoyo estratégico de sus aliados y socios. En el caso de los latinoamericanos, éstos invocaron la cláusula de solidaridad del TIAR (tratado que muchos dan imprudentemente por fenecido cuando aún está vigente) y respaldaron la respuesta inmediata de la primera potencia entendida como legítima defensa frente a una agresión extra-regional. Y desde el inicio también la OTAN brindó su aporte operativo (aunque dentro de sus restringidas posibilidades) para la retaliación contra los talibanes en Afganistán cuya asociación con Al Qaeda era manifiesta. De esta manera, el terrorismo islámico encontró en Occidente una respuesta real.
La asimetría de esa respuesta, sin embargo, superó la diferencia de capacidades entre la primera potencia y sus aliados algunos de los cuales mostraron llamativa renuencia. A ello puede haber contribuido la implicancia del “momento unipolar” (el supuesto de que Estados Unidos se bastaba solo) y una mal entendida predisposición al unilateralismo norteamericano (en realidad, siendo aún irrestricto el potencial de despliegue de los Estados Unidos, éste no recurrió al unilateralismo como primera respuesta sino al cambio de énfasis de su liderazgo el que, reservándose siempre la potestad de actuar de manera singular, conminó a sus socios a tomar partido).
Si el alineamiento con Estados Unidos fue claro en un buen número de casos, la renuencia nunca fue generalizada. Pero, más allá de la incapacidad o indisposición a participar en el terreno, éste se expresó en la divergencia jurídica, en la ausencia de objetivos estratégicos compartidos y en un antinorteamericanismo quizás más fundado en la lejanía con el presidente Bush que contra Estados Unidos como potencia predominante.
A partir de ese momento, si bien la intensidad de la lucha contra el terrorismo se mantuvo, la indisposición política al alineamiento automático con Estados Unidos fue atenuándose. La concreción de la misma se manifestó en la discusión del Consejo de Seguridad sobre la dimensión de amenaza que planteaba Irak señalado como un activo generador y poseedor de armas de destrucción masiva. El dictador Hussein, atizó la división de Occidente mediante la desinformación al tiempo que la información presentada por la primera potencia sobre esas armas (que no fue nunca desmentida por la OEIA dejando margen razonable a la duda) se probaba cada vez más incierta.
De esta manera la división entre la “vieja Europa” (que se oponía a la invasión de Irak) y la “nueva Europa” (que la apoyaba) resultó en un esfuerzo militar norteamericano aún mayor. Como consecuencia, el proceso de sobreextensión de la primera potencia llegó a su etapa decisiva con el compromiso en múltiples escenario en Asia Central.
Aunque algunos desean subestimar el costo de ese emprendimiento, el hecho es que más allá de su estadística eventual (US$ 1 millón de millones según el Congreso norteamericano y 4 millones de millones según otras fuentes) atizada por una irrazonable política de financiación de la guerra (la carga tributaria fue reducida por el presidente Bush), ese costo forma parte del déficit estructural de la primera potencia. Éste, bajo los términos remanentes de la peor crisis económica desde los años 30 del siglo XX), obliga hoy a un repliegue forzado y a un replanteamiento del sustento del poder norteamericano.
Así, si la crisis ha obligado al recorte del presupuesto del Departamento de Defensa y ha incrementado la renuencia de los aliados europeos de la OTAN a asumir los costos de sus responsabilidades estratégicas, Estados Unidos hoy vuelve sobre sus pasos para asumir una nueva prioridad: Asia del Este.
Sin embargo, esta redefinición, que tiene un fuerte componente sistémico, no se expresa sólo en la fácil conclusión del declive del poder norteamericano. Si éste se mide por su capacidad de modificar conductas colectivas, los efectos del objetivo complementario de la segunda guerra de Irak –la creación de un escenario democrático bajo características propias en el marco de la solución del problema del Medio Oriente- no escapa del radio de acción de ese poder.
En efecto, la “primavera árabe” en el Norte de África y parte del Medio Oriente y de la península arábiga probablemente no ha sido impermeable a las condiciones protodemocráticas creadas en Irak ni al ejercicio de otras formas de influencia en su periferia. Si bien esa revolución antitotalitaria tiene su propia especificidad y es de naturaleza extraordinariamente compleja, ella ocurre también en un contexto influido por múltiples factores. Si uno de ellos es la revolución tecnológica y el uso político de las redes sociales otro es el cambio del escenario cultural determinado por las nuevas generaciones expuestas al proceso global y a la mayor interacción política en el mundo árabe abierta, en buena medida, por la guerra en Irak. Si bien puede existir antinorteamericanismo en ellas, también hay en ellas, en apariencia, un nuevo ánimo libertario.
De esta manera, la redefinición de las prioridades internacionales de Estados Unidos bajo condiciones restrictivas encuentra un escenario árabe en el que el terrorismo islámico no ha triunfado (aunque aún se muestre peligrosamente activo), el califato de Al Qaeda no se ha producido, su líder carismático ha muerto, las nuevas generaciones buscan en el área mejores condiciones de vida económica y política y una nueva potencia regional Turquía (que es un peculiar aliado de la OTAN) ha emergido en ella. En ese escenario, de gran inestabilidad y de tránsito incierto, la oportunidad para la instalación de regímenes democráticos de características propias está obviamente más cercana que nunca. No por ello esa oportunidad es de inminente realización: las rivalidades de la zona, la debilidad institucional de los Estados del área, los conflictos religiosos y la precariedad económica de la población no permiten afirmar que Occidente ha logrado una expansión al estilo de Europa del Este como algunos se han apresurado a pronosticar.
Menos aún, si la resolución del conflicto central del Medio Oriente (que tiene un componente antioccidental) no sólo está latente sino que se ha reformulado con la búsqueda palestina de condición estatal propia. Bajo estas inciertas circunstancias las fuerzas que empujan a los países árabes a una aproximación con Occidente (o a la expansión del ámbito liberal en ellos) no han logrado aún superar a las que lo alejan estratégicamente de esa civilización. Más aún, en esa pugna la guerra entre los integrantes del orden emergente no es escasamente probable. Sin embargo, el avance hacia un nuevo punto de equilibrio en la zona y hacia un cambio cualitativo de su naturaleza política es ostensible. Y ello se debe, en no poca medida, a la acción norteamericana en el área.
América Latina, mientras tanto, ha seguido su propio camino. Luego del apoyo brindado a Estados Unidos en el 2001 cuando el interamericanismo actuó a pesar de que la organización suramericana ya daba sus primero pasos, la relación con la primera potencia no brilla hoy ni por su alto nivel ni por su cohesión. En efecto, si la región está políticamente fragmentada, su aproximación a la primera potencia sigue siendo extraordinariamente desigual al tiempo que ésta decide reorientar sus prioridades del Asia Central al Asia del Este. Si esa reorientación es excluyente estaremos frente al error reiterado desde el fin de la Segunda Guerra mundial. No sólo porque la región es un mercado principalísimo para el comercio exterior norteamericano, sino porque lo que queda de convergencia de principios fundamentales (el caso de la democracia no es poca cosa), intereses complementarios y problemáticas comunes es suficientemente importante como para que Estados Unidos, diez años después del ataque más alevoso a su territorio desde Pearl Harbor, revalúe estratégicamente la importancia del área y sea correspondido por su socios en el área.
Comments