La reforma liberal que, en la década de los 80, se llevó a cabo en la mayor parte de América Latina no derivó sólo de una convicción política transformada en decisión soberana. En muchos casos ésta fue producto de la crisis económica, del extraordinario impacto que ésta tuvo en la consistencia de los Estados y de una intensa presión externa.
Si la cesación de pagos mexicana, ocurrida en un contexto de desregulación internacional y de formación del consenso sobre la denominada globalización, marcó un punto de inflexión en la economía regional de la época, su impacto en la insostenibilidad de los gobiernos autoritarios o dictatoriales del momento consolidó la tendencia a la apertura económica y política. La alteración general de las circunstancias latinoamericanas retroalimentó la tendencia al singular cambio del orden inerno de cada país.
En el Perú ésta tendencia fue estimulada por la crisis económica heredada del gobierno aprista (cuya dimensión más letal fue la hiperinflación) y por la bárbara ofensiva terrorista (que llegó a plantear escenarios como los de "la toma de Lima" y a tomar medidas de seguridad preventivas en ciertos vecinos).
A este impulso para el cambio ulterior se agregó otra imposición: el golpe del 5 de abril de 1992 que, bajo condiciones de intenso autoritarismo, estableció la reforma económica como contraparte de la derrota del terrorismo.
Ello diferenció al Perú de sus vecinos regionales. El contraste puede establecerse, por ejemplo, con Chile y Bolivia. Así, mientras en el primero la reforma económica se realizó bajo condiciones de dictadura, en el segundo la reforma se realizó bajo democracia. El cambio de orden económico en el Perú se situó en un escenario intermedio.
En el ámbito político, sin embargo, la disposición autoritaria con que se pretendió fortalecer al Estado se desarrolló a contrapelo del proceso de apertura en el resto de la región. A diferencia del proceso económico, ello colocó al Perú en las antípodas del nuevo consenso latinoamericano en formación.
La naturaleza de este cambio de orden económico y político modificó la naturaleza del Estado controlado estrictamente por una autoridad que empleó métodos dictatoriales sin llega a establecerse como dictadura a la par que recurrió a actos democráticos (la convocatoria a una asamblea constituyente y la realización de elecciones) pero violentando sus formas (el recurso al fraude) y mostrando su indisposición a establecer una democracia real (los "partidos tradicionales" fueron actores y víctimas de ese derrotero).
Esta situación fue favorecida por la forma como llegó Alberto Fujimori al poder. Los dos grandes pilares en que éste sustentó su fácil cooptación social fueron el instinto colectivo de sobrevivencia y el engaño de la ciudadanía. Ambos pudieron realizarse con facilidad explotando el temor ciudadano.
Éste último cuajó en el escenario de inseguridad que impuso el terrorismo y en la incertidumbre social que creó el anunciado "shock" económico que proponía el candidato liberal a las elecciones de 1990. La ciudadanía votó por quien la librase de una amenaza real y de otra mal percibida.
La seguridad de que lo primero se lograría con un gobierno fuerte amplió extraordinariamente el apoyo popular al golpe del 5 de abril. Y también minimizó la oposición a la reforma económica que Fujimori llevó a cabo luego de haber ganado la elección anunciando un propósito contrario. Así, desde el comienzo de la administración fujimorista y en un ámbito de realismo primitivo, se echaron las bases de la excepcional corrupción con que se gobernaría.
En cualquier caso, los desafíos del restablecimiento de la seguridad interna y del cambio económico quedaron establecidos como las prioridades del gobierno. La interacción de ambas vertientes marcó la transformación del Estado y de su proyección externa.
La institucionalidad autoritaria que llevó a cabo estas dos agendas contribuyó a fortalecer el régimen fujimorista sobre mecanismos de control social sumamente sofisticados pero identificables por la fuerte visibilidad del mando. Éste se conformó en torno a la trilogía establecida entre la Presidencia de la República, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y el Sistema Nacional de Inteligencia.
Y mientras el servicio de inteligencia y las fuerzas armadas daban cuenta inicialmente efectiva del sector seguridad (el terrorismo fue derrotado y el narcotráfico se debilitó con campañas de interdicción y erradicación posteriores), el Ministerio de Economía y Finanzas concentró toda la autoridad sobre la reforma económica y devino en el eje real del sector externo.
Bajo estas circunstancias, la política exterior fue dominada por el esfuerzo en la reinserción financiera (el restablecimiento de buenas relaciones con los organismos financieros multilaterales que empezó por el reordenamiento del pago de la deuda), la apertura comercial (que fue unilateral y no negociada en el ámbito de Ronda Uruguay) y la creación de condiciones adecuadas para la inversión extranjera (cuyo mecanismo promotor inicial fueron las privatizaciones).
El ejemplo vulgar y más claro de esta nueva prioridad fue la entusiasta recepción que Fujimori brindó al Director General del FMI en Ayacucho, la cuna del terrorismo, luego de que ese organismo fuera estigmatizado, con las consecuencias del caso, por el gobierno anterior, por el propio candidato y por el temor ciudadano. El correlato de ese cambio de posición fue el imprudente apresuramiento con que, en muchos casos, se llevó a cabo la apertura económica (lo que se reflejó en un costo social desproporcionadamente alto).
Ello no estuvo ausente de fuerte irracionalidad ideológica (algunos medios sugerían, con prejuicio, que el peso del Estado en la economía no debía superar el 10% del PBI) y gruesa arbitrariedad (las privatizaciones se llevaron a cabo de manera casi indiscriminada y en, no pocos casos, corrupta). En ese ámbito, donde el prejuicio tecnocrático muchas veces reemplazó la sensatez política, la Cancillería perdió competencias adicionales en el manejo de las negociaciones económicas internacionales luego de haber sido cooptada institucionalmente a fines de 1992.
De otro lado, el ámbito que le fue más propio a Torre Tagle (el político) quedó restringido por la disposición gubernamental a no realizar esfuerzos de inserción acordes con los económicos. Así, si antes del golpe Fujimori suscribió la "cláusula democrática" (que establece la democracia representativa y su defensa colectiva como requerimiento de participación en los regímenes regionales) en los ámbitos andino, suramericano e interamericano, su gobierno simplemente prefirió padecerla antes que implementarla.
En efecto, en el ámbito interamericano la convocatoria de una constituyente y el restablecimiento del Estado de Derecho en el Perú fue una imposición colectiva (Bahamas) que el régimen aceptó cediendo soberanía mientras que el gobierno optó por el retiro momentáneo del Grupo de Río antes de que el Estado fuera sancionado por sus socios. Posteriormente, el sistema interamericano siguió presionando por elecciones limpias y el retorno de la democracia al Perú (Windsor) con una intensidad que luego no se ha repetido en la región. Esta actitud colectiva externa, especialmente la del régimen interamericano, se reiteró en el ámbito de los derechos humanos.
De ello puede concluirse que, en el ámbito plurilateral, durante la década de los 90 la política exterior peruana puede definirse, al contrario de lo que ocurría en el sector económico, como una de contención de la presión externa. Ello explica que la actitud de parte de la opinión pública no integrante de organizaciones dedicadas a la defensa de la democracia o de los derechos humanos estuviera orientada también a la contención de una doble posibilidad: evitar la dictadura y el aislamiento.
La relación con Estados Unidos y la Unión Europea tuvo también esa doble y contrastante dimensión. Sin embargo, el entendimiento no oficial en ese país y entre los miembros de la Unión fue el de apoyar al Perú sin dejar de criticar los actos específicos del gobierno antes que su carácter. Dentro de ese margen de acción, el gobierno actuó en consecuencia.
Esa política de Estado contrastó con la relación que el gobierno sostuvo con los países asiáticos. Ésta fue, en muy buena cuenta, definida por la relación personal que Fujimori estableció con el gobierno del Japón antes que por la importancia de la APEC (a la que el Perú ingresó a finales de la década de los 90). El nivel de manipulación de esa relación quedó graficado por la fuga de Fujimori a Japón aprovechando una cumbre de la APEC que se desarrollaba en Brunei.
El ámbito vecinal, como siempre, pudo gestionarse con mayor prescindencia de las condiciones subjetivas del gobierno. Sin embargo, el esfuerzo nacional que se empeñó en intensificar la relación con Bolivia no fue adecuadamente replicado mientras que la relación con Chile mejoró fuertemente con la suscripción del acuerdo de 1999 que culminó con los asuntos pendientes del Protocolo de 1929 (las facilidades peruanas en Arica). El gobierno de Fujimori, sin embargo, no advirtió públicamente sobre la remanencia de la controversia marítima con ese país ni sobre la emergencia del problema territorial en la frontera sur.
Si bien esa disposición negociadora quizás pudo ser alentada por la debilidad interna producida por la agresión terrorista y su implicancia externa, ello no ocurrió con el Ecuador. El conflicto de 1995 así lo demostró. En cuanto a los razonables tratados de paz de 1998 es evidente que éstos fueron resultado de una contienda que el Perú afrontó bajo condiciones de vulnerabilidad, improvisación estratégica y corrupción en la compra de armas en el último momento.
Finalmente, el gobierno de Fujimori terminó con un acto de traición sin precedentes. En efecto, el gobernante se sometió a la soberanía de una potencia extranjera antes de dimitir desde Japón mientras el gobierno de esa potencia lo protegía admitiendo la doble nacionalidad del súbdito (impedimento fundamental para ejercer la Presidencia de la República).
Con esta agresión al Estado reflejada en la perversión del cargo de quien representa a la Nación concluyó la presidencia de Fujimori. Pero ello no fue suficiente para el ex -gobernante. Priorizando nuevamente sus intereses personales, embarcó al Perú en un juicio de extradición en Chile complicando una relación sensible.
i las circunstancias que vivió el Perú a finales de la década de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado afectaron extraordinariamente la seguridad nacional y los requerimientos económicos reclamaban una nueva inserción global, el costo que el Estado pagó por satisfacer esos requerimientos ha sido ciertamente excesivo en todos los campos. Según nuestras responsabilidades, gobernantes y gobernados debemos estar al tanto de ello para evitar su reiteración.
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