En un contexto abrumado por lenguaje beligerante, la reciente reunión de ministros de Finanzas y de gobernadores de bancos centrales del G20 ha logrado mantener el compromiso nominal de cooperación entre sus miembros de cara a la cumbre de próximo 11 de noviembre en Corea del Sur. Sin embargo, de la reunión de este 23 de octubre en Gyenongju, no han emergido medidas que despejen el ambiente político-financiero que ha instalado los términos “guerra cambiaria” y “guerra comercial” en el escenario de una salida ordenada de la crisis.
Quizás debido a ello –o a genuinos motivos-, el FMI ha preferido declarar el éxito de la reunión saludando efusivamente la “histórica” decisión de mantener los acuerdos previos de Washington, Londres, Pittsburg y Toronto sobre redistribución de poder de la institución global fundada en 1944. En efecto, los ministros del G20 reiteraron en Corea la decisión de incrementar la participación de economías emergentes infrarepresentadas y reducir la de las sobrerepresentadas en el FMI.
Aunque el comunicado de Gyenongju sólo se refiere a la disminución de un par de sitios correspondientes a estas últimas (y, en particular, sólo de las europeas), el FMI entiende que se trata de una redistribución de 5% que, además, constituye una nueva jerarquía de países: los beneficiados ya no se denominan emergentes sino “emergentes más dinámicos” (los BRIC, en buena cuenta). Tan pequeña redistribución del poder, permitirá a estos países hacerse de un par de sitios en el Directorio Ejecutivo (que se mantendrá con 24 miembros) de manera correspondiente al incremento de las cuotas de los nuevos integrantes (que debieran situarse entre los primeros diez contribuyentes). Ello no obstante, los miembros del Directorio, según el FMI, serán electos y no designados como antes (1).
Ciertamente, la alteración de la estructura del FMI es una revolución. Pero quizás no mayor que la producida en 1971 cuando esa institución debió pasar de administrar un sistema basado en el patrón oro para gestionar uno de tipos de cambio flexibles. En cualquier caso, los detalles de este cambio de régimen no se encuentran en el comunicado de los ministros del G20 (2) y, por tanto, el festejo del FMI debería ser más circunspecto y autocongratulatorio que el que hoy muestra para atribuir el mérito a los funcionarios reunidos en Corea del Sur.
En todo caso, el mérito de los ministros de Finanzas consiste en haber mantenido la línea acordada para promover un muy difícil retiro ordenado –y, en lo razonable, coordinado-, de los estímulos fiscales y monetarios que requirió la crisis. Y también en no haber claudicado ante las presiones sistémicas derivadas de la heterogeneidad de las economías implicadas (las emergentes que crecen dinámicamente y las desarrolladas que crecen lentamente), del status correspondiente (las superavitarias y las deficitarias) y de sus requerimientos específicos (unas pueden rebajar el estímulo más rápido que otras).
Ese mérito es políticamente mayor a la luz de la tendencia creciente a establecer escenarios económicos desvinculados a la luz de las disparidades de perfomance, de alteración de status, de diversidad de necesidades y de distribución de poder económico. En ese contexto, los ministros de Finanzas han reoficializado el término “alta interdependencia” del sistema financiero, incluyendo, por cierto, los riesgos del escaso crecimiento de los desarrollados, de la vulnerabilidad de las políticas de consolidación fiscal (que, si sobredimensionan –como podría ser el caso británico- o se coordinan intensamente, pueden generar recesión), de la condescendencia monetaria (que es favorable a las devaluaciones y, por tanto, al debilitamiento de la demanda interna de los superavitarios) y de la inconsecuencia con las reformas estructurales acordadas en reuniones previas.
Un menor mérito retórico ha sido el olvido de la ronda Doha al tiempo que se recuerda la necesidad multilateral de evitar el proteccionismo y de reducir barreras al comercio. Hasta allí el mérito. De allí en adelante aparecen las flaquezas de la reunión de Gyenongju. Éstas asomaron cuando los ministros prefirieron pasar de rendir honores a los Objetivos del Milenio (que probablemente no se van a cumplir en una buena cantidad de países) a olvidar por completo el grave problema de la densidad de flujos financieros reorientados a las economías emergentes. En efecto, en la reunión nadie se acordó de señalar el problema de la relación entre esos flujos y la apreciación de las monedas de los países en desarrollo cuyo crecimiento depende de las exportaciones. Si los BRIC dijeron algo sobre el particular, no fue recogido en el comunicado final.
Por lo demás, el comunicado coreano no dice mayor cosa del escenario que emergió en setiembre pasado cuando el ministro de Hacienda de Brasil, Guido Mantega, dio cuenta de una “guerra cambiaria” y su secuencia de devaluaciones competitivas. Es más, algunas grandes potencias como Estados Unidos y Japón han anunciado que van a continuar en ese empeño sin que el G20 haya entrado en detalles públicos al respecto. Así, la primera potencia ha decidido reiniciar la gran compra de bonos y soltar dólares al mercado (quantitative easing) mientras que Japón ha indicado que seguirá interviniendo masivamente para evitar que el yen pierda competitividad. Es probable que ambos países necesiten efectivamente de estos estímulos pero estos contradicen flagrantemente los compromisos adquiridos. El G20 estaba en la necesidad de pronunciarse al respecto y no lo ha hecho.
Ello no sólo atenta contra los programas de salida (aunque, en este caso, ello fuera lo racional en la perspectiva unilateral) sino contra la competitividad de la mayoría de las divisas extranjeras. Si ello va acompañado del mantenimiento de bajas tasas de interés (lo que también es unilateralmente sensato para recuperar la demanda norteamericana), la contrapartida es el incremento de una masa de dólares que buscará mayores rendimientos en países con tasas más altas disminuyendo la competitividad de las exportaciones de estos últimos, desmereciendo sus términos de intercambio y generando en ellos alta volatilidad cambiaria.
Esta situación ha llegado al punto de que Alemania ha adelantado que Estados Unidos podría estar incurriendo en “manipulación cambiaria” (la misma imputación que se hace a China) en reacción que muestra la seriedad de las divergencias de las potencias mayores en la materia. Esta diferencia es aún más evidente en el debate sobre las medidas necesarias para rebalancear a países superavitarios y a deficitarios en tanto los primeros se han opuesto a objetivos y cronogramas propuestos por Estados Unidos: márgenes de 4% del PBI en el 2015).
La aplastante consecuencia de esta tendencia es que, frente a ella, países como el Perú no podrán hace nada (a diferencia de las intervenciones registradas hasta ahora para disminuir la volatilidad cambiaria en las que el Banco Central de Reserva ha gastado, gracias a la abundancia reservas, algunos miles de millones de ellas). Así lo han indicado tanto el presidente del BCR del Perú (3) como algunos impositivos empleados de la banca de inversión norteamericana sugiriendo el inicio en nuestros países de una época de apreciación monetaria.
Como es evidente, el centro de la cuestión es acá la infravaluación del yuan chino que, como se sabe, no la decide el mercado. Aunque los ministros de Finanzas del G20 se refirieron a ella en Corea, no lo hicieron por su nombre. De ello ha aprovechado esa potencia emergente para afirmar que está comprometida con el gradualismo revaluador sólo para mostrar un par de puntos como seña de flexibilidad cambiaria en los últimos meses.
En ese contexto, Japón ha reaccionado frente al yuan y frente al dólar y Corea del Sur lo ha hecho frente al yen… y así sucesivamente. Si lo que se pretende es mantener la estabilidad de cada una de las monedas, la próxima cumbre del G20 podría lograr algún grado de coordinación al respecto. Pero si el objetivo es ganar competitividad vinculada al comercio, el asunto puede salirse de curso preludiando conflictos comerciales mayores (algo que podría agravarse en relación a China con la elección de un congreso republicano en las próximas elecciones parlamentarias norteamericanas).
Y en esta materia, que corresponde a la OMC, el señor Pascal Lamy, desgastado por la frustración de la ronda Doha, no ha dicho ni hecho nada aún que no sea recordar la importancia de esa ronda multilateral.
Mantener la cabeza fría -como sugiere The Economist- y esperar que la convergencia en la orientación de intereses se imponga sobre su divergencia inmediata –como sugiere, a pesar del intervencionismo, la naturaleza aún liberal del sistema- no es suficiente. Si los países emergentes van a contribuir a resolver la crisis, los países desarrollados que la generaron deben incrementar su demanda interna al tiempo que encuentran formas, de mediano o largo plazo, para disciplinar su economía, aplicar correcciones estructurales y comprometer en la responsabilidad a los más ricos cuyos bancos causaron la crisis. El espectáculo del lamento de estos últimos por eventuales incrementos de impuestos y el del retorno a los grandes bonos corporativos en medio de un gigantesco desempleo es globalmente inaceptable. La próxima cumbre del G20 debe poder decirlo y hacer algo al respecto.
Fuentes: (1)IMF Survey on line, October 23, 2010. (2)Communiqué of the Meeting of Finance Ministers and Central Bank Governors Gyeongyu, Korea, October 23, 2010. (3) Entrevista de RPP al Presidente del Banco Central del Perú reproducida en el portal del BCRP.
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